English
I should begin this post by clarifying that most of what I’ll write is based on my firsthand experience, as someone who has repeatedly tested various forms of fasting on my own body. Though I am not a health or nutrition practitioner, my fasting experiences have been guided by the work of seasoned scientific researchers in this field—people I’ve had the pleasure of meeting personally.
My interest in fasting dates back to childhood, as I witnessed my parents practicing it. It always intrigued me that they would voluntarily abstain from food for a set period. Many years later, as an adult, I decided to explore the benefits of fasting for myself. By then, information on the subject—available in nearly every physical and digital format—was almost endless, but as is often the case, mostly imprecise and even contradictory.
In this context, I discovered one of the most widely popularized practices: so-called intermittent fasting. It involves limiting daily calorie intake to an 8-hour (or sometimes 10-hour) window, followed by a 16-hour (or sometimes 14-hour) fasting period. Having only 8 or 10 hours a day to eat usually means reducing the number of daily meals and, consequently, daily calorie intake. This, of course, provides the digestive system with a longer daily rest period compared to the typical Western habit of eating from 6:00 or 7:00 in the morning until 6:00 or 7:00 at night—or even later. It also serves as a valuable weight-loss tool, assuming the practitioner maintains their usual caloric expenditure and doesn’t attempt to overeat during the short feeding window.
Yet even today, intermittent fasting enthusiasts claim certain health benefits that this practice does not actually provide. Among the most striking to me are the idea that it can induce a state of ketosis and, consequently, trigger autophagy. Both are impossible during intermittent fasting.
First, let’s agree that the human body is designed to alternate between two fundamental metabolic processes: glycolysis and ketosis. Glycolysis is the metabolic pathway that derives energy from the breakdown of glucose (sugar). Ketosis is the metabolic process where energy comes from ketone bodies (fats). Normally, the body prefers glycolysis because sugar is a more efficient fuel. Thus, to push the body into ketosis, available glucose must be drastically reduced. And here lies the problem. The short fasting windows of 14 or 16 hours in intermittent fasting are insufficient for this. Even when no food is consumed, the body has glycogen reserves in the liver and muscles, and in the absence of food, it will use these reserves to maintain blood glucose levels. On average, hepatic glycogen stores deplete within 12 to 24 hours, but ketosis doesn’t begin then because the body starts producing glucose from other sources, such as amino acids and glycerol—not to mention that muscle glycogen, which depletes even more slowly, is still available. In reality, inducing ketosis requires fasting—that is, consuming nothing but water—for at least 36 consecutive hours, and in many cases (like mine), it takes even longer.
For this reason, it’s illusory to think that intermittent fasting will lead to weight loss through autophagy resulting from ketosis, as neither process occurs. That said, is weight loss possible with intermittent fasting? Yes, but this reduction isn’t due to autophagy; it’s the result of the caloric deficit created when the body maintains its energy expenditure while reducing daily calorie intake. In my case, when I’ve practiced it, I have observed a decrease in body weight—though not as effectively as with real fasting.
At this point, I think it’s clear that, in my view, intermittent fasting isn’t truly fasting. I don’t consider it as such because I’ve observed that daily 14- or 16-hour fasting intervals aren’t enough to bring about a more significant change than any standard weight-loss diet. In reality, intermittent fasting ends up being a euphemistic term for reorganizing your eating schedule.
By contrast—as I’ll describe in the second part of this post—real fasting, or deep fasting, proves to be a practice with far more significant and noticeable benefits. Still, for those who have never tried any form of fasting, I believe intermittent fasting can be useful as initial training or practice
before moving on to deep fasting.
Spanish
Debo iniciar esta publicación aclarando que la mayoría de lo que escribiré se basa en mi experiencia de primera mano, como alguien que ha probado en su propio organismo varias veces la práctica de diversas formas de ayuno. Aunque no soy un profesional de la salud o la nutrición, mis vivencias a la hora de ayunar han sido guiadas por el trabajo de investigadores científicos con enorme experiencia en esta área y a quienes he tenido el gusto de conocer personalmente.
Mi interés por el ayuno existió desde la infancia pues fui testigo de la ejecución de esta práctica por parte de mis padres y siempre me llamó la atención el hecho de que voluntariamente decidieran privarse de alimentos por un lapso de tiempo determinado. Varios años después, siendo ya un adulto, decidí explorar por mi mismo los beneficios del ayuno. Para ese entonces la información al respecto, disponible en casi todos los formatos físicos y electrónicos, era casi infinita, pero —como suele suceder— imprecisa y hasta contradictoria en su mayoría.
En este contexto, descubrí una de las prácticas más popularmente extendidas: el así llamado ayuno intermitente. Consiste en limitar el período diario de ingesta calórica a un total de 8 horas/día (o 10 en algunos casos), completadas con un período de ayuno de 16 horas/día (o 14 en algunos casos). El hecho de contar con sólo 8 ó 10 horas diarias para ingerir alimento implica, en la mayoría de los casos, reducir la cantidad de comidas al día y por tanto, la ingesta calórica diaria. Esto provee, por supuesto, un descanso diario al sistema digestivo por un número mayor de horas consecutivas que si se mantuviera la costumbre normal occidental de ingerir alimentos desde las 6:00 o 7:00 de la mañana hasta 6:00 o 7:00 de la noche o incluso hasta más tarde. Además presupone una herramienta valiosa para bajar de peso siempre que la persona que lo ponga en práctica mantenga su gasto calórico acostumbrado y no pretenda saturarse de comida en el corto tiempo que tiene para hacerlo.
Pero inclusive hoy vemos como los entusiastas del ayuno intermitente reclaman ciertos beneficios para la salud que, en realidad, esta práctica no provee. Entre los que más me llaman la atención están la posibilidad de llevar al organismo a un estado de cetosis y —consecuentemente— el inicio de un proceso de autofagia. Ambas cosas son imposibles durante el ayuno intermitente.
Convengamos primero que el cuerpo humano está preparado para oscilar entre dos procesos metabólicos fundamentales: la glucólisis y la cetosis. La glucólisis es la ruta metabólica que permite la obtención de energía a partir de la descomposición de la glucosa (azúcar). La cetosis es el proceso metabólico en el que la obtención de energía proviene de los cuerpos cetónicos (grasas). Normalmente el organismo preferirá la glucólisis debido a que el azúcar es un combustible más eficiente. Por tanto, para llevar al cuerpo a un estado de cetosis, hay que reducir drásticamente la glucosa disponible. Y es aquí donde radica el problema. Los cortos períodos de 14 o 16 horas de privación de alimentos durante un ayuno intermitente no son suficientes para esto. Esto se debe a que, aún cuando no hayas ingerido alimento alguno, el cuerpo tiene reservas de glucógeno en el hígado y en los músculos y, ante la ausencia de alimentos, utilizará esta reserva para mantener los niveles de glucosa en sangre. En promedio, el tiempo en que las reservas de glucógeno hepático se agotan es de 12 a 24 horas, pero ahí no empieza la cetosis puesto que el organismo comienza a producir glucosa a través de otras fuentes como aminoácidos y glicerol, teniendo en cuenta además que todavía cuenta con glucógeno muscular, cuya tasa de consumo es aún menor. En realidad para inducir un estado de cetosis es necesario ayunar —es decir, no ingerir absolutamente nada más que agua— al menos durante 36 horas consecutivas y en muchos casos —el mío, por ejemplo— tomará un poco más de tiempo.
Por tal razón es ilusorio pensar que durante el ayuno intermitente habrá una pérdida de peso debido a una autofagia resultante de un proceso de cetosis pues ninguno de estos procesos se producirá. Sin embargo, ¿es posible bajar de peso con el ayuno intermitente? En realidad sí es posible, pero esta reducción de peso no se debe a un proceso de autofagia sino al déficit calórico que se genera cuando el organismo mantiene su gasto energético y a la vez reduce su ingesta calórica diaria. En mi caso, cuando lo he puesto en práctica, sí he observado una reducción del peso corporal aunque no tan eficaz como en el caso del ayuno real.
Llegado este punto creo que resulta evidente que, desde mi punto de vista, el ayuno intermitente no es en realidad un ayuno. Y si no lo considero como tal es porque en realidad he observado que los intervalos de 14 o 16 horas de ayuno al día no son suficientes para llevar al organismo a un cambio más significativo que el de cualquier dieta adelgazante regular. En realidad ayuno intermitente termina siendo un término eufemístico para referirse a la reorganización de tu horarios de alimentación.
Por el contrario —como relataré en la segunda parte de esta publicación— el ayuno real o ayuno profundo sí resulta ser una práctica cuyos efectos beneficiosos constatables son mucho más significativos y notables. No obstante, para aquellos que nunca han intentado ninguna forma de ayuno, creo que el ayuno intermitente puede serles útil como entrenamiento o práctica inicial antes de iniciar con el ayuno profundo.