Algunos recuerdos no solo se quedan en la mente, también viven en el cuerpo. Esta es una historia que nace desde la rodilla, sí, desde ese punto donde el movimiento, la memoria y el dolor se hicieron uno. Escribirla fue como tocar una bisagra oxidada: crujió, molestó, pero al fin abrió una puerta.
Me apena recordarlo. Se supone que ya debería estar más a tono. Flexionar con soltura. Ser más vital. Pero cada vez siento más rigidez.
La verdad es que ignoraba mi importancia. No sabía que esta debilidad —este dolor— te haría tambalear, quedarte en pausa. De haberlo sabido, me habría cuidado más. Cada vez que sueno, que ardo de dolor, recuerdo ese filo de cemento donde caí. Fue un hachazo profético de todo lo que vendría después.
Corría por el porche de mi abuela, donde había una acera alta. Creí que podía saltar de un solo brinco, sin más apoyo que mi propio impulso.
Fallé. El golpe fue tan profundo que sentí salir el dolor del alma. Desde entonces, la existencia se volvió rodilla. El mundo, solo yo y ese dolor. Jamás imaginé que no contar con el otro pie —la otra rodilla— sería tan decisivo.
A veces se corre por apuro, por urgencia, por juego o por inocencia. Pero hay algo que no debo olvidar: para correr se necesita el par. Las dos rodillas deben entenderse, sostenerse, superar lo mismo. Porque de nada sirve que una falle y la otra esté perfecta. El engaño de poder lograr proezas unilaterales persistirá. Ya no por superación… sino por descarte.
Hoy, escribiendo desde el cuerpo, entendí que cada dolor tiene algo que contarnos.
Que correr sin apoyo no es valentía, es olvido.
Y que, a veces, la rodilla nos recuerda lo que el alma ya no quiere mirar. Gracias por leerme desde ese lugar donde el cuerpo y el corazón se encuentran.