Sí, yo soy de aquellos que prefieren el azul. No en balde, mi primer vehículo fue un Chevrolet Monza Classic del año 1987 color azul. Lo compré de segunda mano en un concesionario en una de las primogénitas ciudades del nuevo mundo, Cumaná. No tuve mucha suerte con este, mecánicamente me dio muchos dolores de cabeza, pero sí lo recuerdo con nostalgia por el hermoso color azul cielo de su estilizada carrocería, solo interrumpido por unas ornamentales franjas negras a manera de rodapié, y finas cintas anaranjadas transversales muy minimalistas. Es una lástima que no pueda compartirles alguna que otra fotografía. En aquellos tiempos, las fotos eran tomadas por cámaras de carretes, no como ahora, en que la tecnología digital permite que nuestro smartphone, omnipresente y necesario en la vida moderna, las tome en cualquier momento. De seguro, en algún álbum en casa de mis padres habrá alguna que lo testimonie.

Sin embargo, la tonalidad del bello azul que más me atrae es aquel donde confluyen el azul claro del cielo con el verdor de las plantas: la aguamarina. Es un azul muy especial, quizás, porque me recuerda las orillas del gran lago en donde compartí mis travesuras de preadolescente con mis primos. Mucha diversión y zambullidas, incluso, en los temporales de mayo.