¿En qué vehículo aprendí a conducir, en una bicicleta o en automóvil?

Bueno, es una pregunta que me hace sonreír en retrospectiva. Y es que recordar es vivir. Incluso, al compararme con uno de mis hijos, siento pena. Mi mocoso, con menos de dos años, aprendió encaramado sobre una Van de juguete. Él se desplazaba como un bólido y con precisión milimétrica por los entresijos de los muebles y los pasillos de nuestro apartamento. En cambio, yo, a esa misma edad, ya montaba a caballo. ¡Sí, a caballo! ¿No me creéis? Uno de plástico macizo, suspendido por barras y resortes. Era hermoso, y de color marrón claro veteado.
En este también cabalgaron dos de mis hermanas, años después, cuando yo era un preadolescente. Me pregunto, ¿a dónde fue a parar aquel noble animal ficticio?

El problema era que este no avanzaba más allá de pocos centímetros, con la inercia de la cabalgata. Así que, creo que debería descartarlo para los efectos del propósito del cuarto prompt de las crónicas de los SilverBloggers. Pero, si bien en el caballo de juguete no aprendí a conducir en realidad, sí lo simulé y lo disfruté.

Con el tiempo, envidié a algunos de mis primos por ser dueños de bicicletas. Recuerdo que quise una, pero mis padres no me complacieron, alegando que eran peligrosas. Claro, jamás me caí del caballo. Ahora que lo pienso, jamás le di un nombre. No obstante, uno de mis primos, en ocasiones, me cedía la bicicleta. No me pareció nada difícil sostenerme en marcha en dos ruedas. Saben, aún mantengo un buen equilibrio, y en aquel entonces, permanecer en marcha con facilidad y verticalidad era una delicia.

Tal vez te preguntarás: ¿qué si llegué a caer? Por supuesto que sí, una sola vez, y me reí hasta el cansancio. Resulta que no montaba la bicicleta en solitario. Llevaba a mi otro primo, de menor edad que yo, sobre la barra, entre el asiento y el manubrio. Al girar abruptamente. ¡Cataplum! Caímos en forma estrepitosa. Por fortuna, salimos sanos y salvos del accidente. Y lo mejor, la bicicleta intacta, sin un rasguño. Al menos eso es lo que recuerdo. Desde entonces, prefiero los vehículos a motor, con excepción de las motocicletas.

Asimismo, en cuanto a conducir un vehículo de verdad, yo aprendí con pocas instrucciones de mi padre en el Chevrolet Nova de transmisión automática de color naranja oscura, modelo 1975 de mi madre. Yo estaba próximo a cumplir dieciocho años. Mi padre me dio la indicación más importante sobre el manejo. Se me quedó grabada hasta el sol de hoy. “Hijo, hay que manejar como si los demás fuesen locos”. Al principio me reí, pero pronto entendí el trasfondo. Uno debe mantenerse atento y cauto en las carreteras. Jamás se sabe, ni cuándo, ni por dónde saldrá un loco o imprudente al volante que ponga en riesgo tu vida y las de tus acompañantes. Por fortuna, los accidentes automovilísticos en que me he estado involucrado han sido menores y sin lesiones. De seguro, por seguir el consejo sabio de mi padre.