Ayer, mi hija llegó algo enojada del trabajo. Ya sabéis, en virtud de disputas que surgen cuando los egos se enfrentan en situaciones nimias. Jefes abusivos, contrariados por subalternos contestatarios, intentando establecer límites. Conflictos de baja intensidad que, por pequeña que sean, terminan por erosionar el bienestar y la tranquilidad de las personas involucradas.

Cuando se es joven, uno cree que se las sabe todas, hasta que comprende al madurar, luego de tantas batallas libradas, que el enemigo a vencer vive oculto en uno. De allí que, de haberlo sabido y enfrentado a tiempo, cuántas molestias y sin sabores se habrían evitado. De allí la afirmación repetida hasta la saciedad: “Si tan solo hubiera tenido esta sabiduría cuando era joven…”. Claro, siendo sensato, también es cierto que para la mayoría de nosotros es menester recorrer el camino para curtirnos de experiencia. Aun así, existen excepciones notables. Seres que resplandecen a corta edad, y que son faros asombrosos para los demás.

Escucho a mi hija, envuelta de la convicción y la pasión juvenil, y me reflejo en ella. Yo también me enfrasqué en batallas similares. Celebré mis victorias y lloré las derrotas. Entonces quise aconsejarle, intentando ser una especie de analista imparcial, bien intencionado, que lleva años luchando con el verdadero enemigo: el ego; para chocar con la roca de la efervescencia sincera de alguien que necesita aprender de su propia experiencia. Vívida imagen de mí mismo. De tal palo, tal astilla.

Un golpe de realidad en el espejo. ¡Cuánto amé a mi padre, ahora que me identificó con él! De seguro, la certeza de tener la razón pasó por la cabeza de mi hija al confrontarla con la mejor intención, y decirle, que hay batallas evitables, que un poco de empatía y diplomacia bien entendida es mejor que vencer, aunque se tenga la razón. Sí, así somos de joven. Además, nadie aprende en cabeza ajena.

Por supuesto, estar consciente de esta realidad, no significa que uno deba de inhibirse en dar opiniones sinceras y recomendar el uso de la prudencia. En mi caso, juzgué evidente que muy probablemente no sea tan elocuente en mi discurso, sin menoscabo de que, por lo general, uno aspira la solidaridad automática de quienes aman. Y, ¿por qué no; también esté equivocado?

Al final, creo válido el vetusto eslogan de la contracultura: hagamos el amor y no la guerra. Construir, aunque más difícil, es mejor, que destruir. Bueno, al menos que sean los obstáculos para una sana y armoniosa convivencia. De nada sirve vencer, a costa de perder la tranquilidad bajo la égida del ego.