Una vez me preguntaron si la universidad me preparó para lo que venía después (una rural en un pueblo remoto, y un postgrado en un hospital sin recursos)
Y la respuesta más honesta que tengo es: en parte, sí… pero también, no.
En la universidad me aprendí libros de memoria. Me sabía los ciclos, las escalas, los protocolos, las clasificaciones. Podía responder exámenes tipo test como si resolviera crucigramas. Pero lo que no me enseñaron —y que solo se aprende viviéndolo— es lo que significa ser médico de verdad.
Eso me lo enseñó la vida, después de muchas experiencias locas…
Nadie me explicó cómo se siente tener un paciente grave y que todo dependa de ti. Cómo se acelera el corazón cuando te llega la emergencia y tú eres la residente más vieja de guardia, la que debe dirigir al resto de residentes. Cómo intentas parecer calmada por fuera mientras por dentro repasas todos los pasos de reanimación como una plegaria.
Tampoco me enseñaron cómo manejar el silencio incómodo con una madre que no entiende por qué su bebé no mejora, o incluso cuando te toca dar malas noticias de fallecimiento, nunca encuentras las palabras adecuadas. Nadie me habló de cómo las palabras se te traban cuando no tienes todas las respuestas, ni cómo se te parte el alma cuando un niño que viste mejorar empieza a empeorar de nuevo.
En la universidad nadie te dice que vas a llorar en un baño, en el carro, o en un rincón de la sala de descanso, que te provoca tirar todo e irte, gritar, huir... Que a veces el cansancio no solo es físico, sino emocional. Que hay días en los que dudas de ti misma, y otros en los que descubres una fuerza que no sabías que tenías.
Pero también hay cosas hermosas que nadie me advirtió. Como ese momento en que un niño por fin dice tu nombre después de semanas sin hablar. O cuando un paciente te reconoce fuera del hospital y corre a abrazarte. O ese dibujo con crayones torcidos que dice “gracias, doctora” y se vuelve tu tesoro más valioso.
Aprendí a leer entre líneas. A saber cuándo una mamá necesita más que un diagnóstico: necesita contención. A entender que no todo se cura con medicina. A estar presente, aunque no haya mucho más que ofrecer que un par de ojos que no juzgan y un silencio que acompaña.
Y eso… eso no venía en los libros. Eso es algo que aprendes de la vida, a no ser solo un médico, a ser más humano, más empatico, porque el amor y el cariño a veces también son buenas medicinas, a veces también sanan.
Hoy miro hacia atrás y veo todo lo que ha cambiado en mí. La médica que soy ahora no es la que salió de la universidad con su título bajo el brazo. Es una versión más real, más cansada, sí, pero también más humana. Y aunque muchas veces sentí que no sabía nada, resulta que sí sabía: sabía quedarme, y eso también es parte de sanar.
A quien esté leyendo esto y aún esté en la carrera, o empezando el postgrado, solo puedo decirle:
Estudia todo lo que puedas, sí.
Pero también aprende a mirar a los ojos.
A decir “no lo sé, pero estoy contigo”.
A cuidar sin fórmulas, a sostener sin palabras.
Porque la medicina verdadera no solo se aprende.
También se vive.
Y eso… eso es algo que la universidad nunca podrá enseñarte del todo.
PD: Todas las imágenes son de mi propiedad, tomadas desde mi dispositivo móvil modelo I Phone 12