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Imagen editada con Canva. Fuente de la imagen: Pexels
Me levanté poco antes del amanecer con la intención de observar los cambios de guardia. Había decidido que esa noche me escaparía del campamento; durante la noche anterior me dí cuenta de que he sido una tonta bocazas al externar mi opinión sobre el embarazo de Ecclesía. Sabía que la Alta Concubina detestaba que alguien se entrometa en sus asuntos, sobre todo alguien como yo, una simple esposa esclava a quien haría desaparecer sin esfuerzo con la complicidad de mi marido y su estúpida familia.
Pero el mal ya estaba hecho, y me tocaba ahora actuar antes de que sea demasiado tarde.
Eso era lo único que ocupaba mis pensamientos conforme caminaba hacia el banquete imperial, instalado en el centro del campamento. Al llegar a la zona, un sirviente me dijo que me tocaba sentarme junto a un hombre de cabellos canosos, ataviado con un traje carmesí. El viejo me observaba con detenimiento, como si fuera una especie exótica.
“Buenos días a todos. Espero que hayan tenido buena noche”, saludé con fingida cortesía mientras un sirviente me ayudaba a colocarme en mi asiento.
“En efecto fue una noche excelente”, me respondió el hombre. “¿Perdone, nos conocemos?”
“No que yo sepa, señor”.
“Podría jurar que sí”.
“Padre, no importunes a la dama Borg con tus tonterías”, nos interrumpió Garter, conde de O. Volviéndose hacia mí, añadió con una sonrisa: “Perdone a mi padre; piensa que usted es Ceren, la esposa del legendario general Bey, o alguna pariente de ella”.
Reí quedamente. “No se preocupe, Su Señoría. No es la primera vez que me confunden mucho con aquella dama”.
“Juro por la Gran Madre que tiene un parecido sorprendente con ella”, dijo ser Arter, intrigado. “El mismo color de ojos y de cabello, la misma mirada astuta… Es como si hubiera reencarnado”
El conde de O puso los ojos en blanco, como si estuviera harto del tema.
Sonriente, le contesté: “Muchos aseguran que podría ser hija o nieta suya, pero puedo asegurarle que no tengo ningún parentesco con ella; a estas alturas quizás habrá muerto o vive en otra parte de la Tierra. Quizás esto es lo que podría llamarse un caso de dobles. En la Tierra existe la creencia de que todos tenemos un doble que vive en una misma ciudad o en el otro extremo del mundo. Es como tener un gemelo, solo que éste no comparte con nosotros líneas de sangre”.
“¿Ves, padre? Te lo dije. Ella no conoce a Ceren, ni tiene relación de sangre con ella. ¿Estás feliz ahora?”, interpeló el conde.
“No se trata de que esté feliz o no. Esta joven tiene parentesco con ella, ¡estoy seguro!”, protestó el viejo Arter.
“Si estuviera emparentada con Ceren, sería yo la primera en proclamar a los cuatro vientos ese detalle, señor”, dije. “Pero como puede ver, no soy ni hija ni nieta de la interpelada. Y dado que la dama de ahí, quien supongo es su esposa, se siente incómoda por razones bastante obvias, ¿por qué mejor no cambiamos a un tema más agradable?”
“Agradecemos su comprensión, dama Borg, y le pido una disculpa por este inconveniente. Mi esposo nunca ha olvidado a esa mujer, ni siquiera cuando el general Bey la escoltó de vuelta a su planeta”, respondió la esposa del viejo conde, una mujer de mirada severa que intentaba ocultar su incomodidad con el tema.
El viejo estaba a punto de farfullar algo, pero la mirada de su esposa sin duda le dio a entender que podría armar un escándalo si continuaba. Por mi parte, bebí un sorbo del vino que me sirvieron, observando con una mezcla de curiosidad y diversión esta situación. Era evidente que Ceren no era un tema agradable de recordar para la familia, sobre todo para la condesa, quien parecía recordar cuáles fueron los resultados de provocar al temible jefe del servicio secreto imperial de sus épocas de juventud.
Por lo que Aghar me contó antes del viaje, Ceren había sido un tema de conflicto entre los condes. Ignoro si la mujer odió en su momento a Ceren o simplemente sentía vergüenza de que las indiscreciones de su esposo lo hayan llevado a estar unos días en prisión bajo acusaciones falsas de espionaje y estuviera a punto de ser ejecutado.
“Güzelay”, escuché que me llamara Adelbarae.
Levantando la mirada de mi libro de poesía, el cual leía cerca de la entrada de la tienda, le pregunté: “¿Sí, Adelbarae?”
Mi marido, con una mirada que parecía una mezcla de preocupación y frustración, jaló la cortina de la tienda. Levantándome de mi asiento, sostuve el libro entre mis manos y le pregunté: “¿Pasa algo?”
Mi marido, caminando hacia el otro lado de la tienda, dijo: “Hablé con Ecclesía. Le pregunté sobre el bebé, si realmente era mío. Mi padre me había externado dudas al respecto; me dijo que ese idiota de D’leh ha cometido un lamentable error que resultó en un bastardo imperial. Incluso me presentó testigos que corroboraron la veracidad del hecho”.
“¿Y qué te respondió ella?”, me vi obligada a preguntar.
Mi marido me miró de reojo. Su voz empezó a teñirse de dolor y confusión conforme me decía: “Al principio lo negó todo. Cuando empecé a insistir en las pruebas de paternidad y advirtiéndole que sabía lo de D’leh… Su actitud conmigo cambió radicalmente. Desde ahí entendí todo”.
Guardé silencio, esperando a que él terminara de hablar, sin dejar de sostener la mirada con la mayor dignidad posible.
Acercándose a mí, Adelbarae me cuestionó: “Me pregunto qué otras cosas te ha confiado la fallecida duquesa, dado que has obtenido información bastante delicada”.
“Más allá de decirme que hasta ahora he tenido suerte de seguir viva porque pudieron haberme matado al primer chance... No me dijo nada más, Adelbarae”.
Me aparté y me volví a sentar en el lecho con la intención de seguir leyendo. Adelbarae, desde su posición me miró de forma fulminante, como si yo tuviera la culpa de todos sus malditos problemas. Hice caso omiso… Pero él quería insistir en su mierda, pues me dijo estas palabras: “Mi padre te admira, y ahora entiendo el por qué”.
“Perdona si tengo mis dudas al respecto. Hasta donde me contaron sobre tu padre, no es fácil ganarse su respeto”, le respondí sin levantar la mirada del libro.
Adelbarae rio con amargura. “Me pregunto… ¿En algún momento me amaste?”
Fue mi turno de reírme. ¿Amar a un tipo con el ego del tamaño de un edificio de cuarenta pisos? Tendría que estar loca para hacerlo; loca, ciega y sordomuda, porque Adelbarae Borg no era el tipo de hombre que una mujer quisiera tener a su lado a menos que no tuviera dignidad ni salud mental.
Cerrando el libro, miré a mi “queridísimo” marido y le respondí con honestidad: “¿Por qué debería amar a un hombre que tiene un serio problema con tratar a la gente con dignidad y respeto? Un hombre arrogante, altivo, insufrible, obsesionado con una mujer mucho peor que él. ¿Por qué malgastar energías y sentimientos en una persona así habiendo miles que quizás tengan la cabeza más centrada?”
El hombre no respondió. Su silencio era suficiente para reconocer en mis palabras la respuesta directa a su pregunta.