Pensemos en cómo empezó todo para nosotros, los humanos. Al principio, era pura necesidad, la sabia naturaleza. Pues, en un planeta salvaje, nuestros antepasados eran, más que nada, pura intuición. Sobrevivir, eso era todo. Ese instinto de seguir adelante era lo que los movía a cazar, a buscar qué comer, a encontrar un hueco para no morirse de frío o para que no se los comiera algún bicho en la oscuridad. Era algo que compartíamos con todos los animales, la chispita que nos mantenía vivos en un mundo donde ser frágil era lo normal y la muerte, pues estaba a la vuelta de la esquina.
Y reproducirse, ¡otro temazo! No es que se sentaran a pensarlo, era como una orden de la naturaleza, una fuerza bruta para que la vida siguiera, para que nuestro árbol genealógico no se secara. Defender el territorio, a los peques, al grupo... salía solo, como el sol cada mañana. Una reacción pura y dura ante el peligro, un baile entre el miedo y las ganas de pelear. Y eso de juntarse, de hacer piña, fue lo que tejió las primeras amistades, los primeros grupos, las tribus. Porque juntos siempre se es más fuerte, ¿verdad? Para aguantar los golpes que daba la vida. Si no hubiéramos tenido esa base tan animal, la figura humana, la que hoy conocemos, se habría esfumado como el humo, un intento fallido de la naturaleza, sin poder ni siquiera asegurar el seguir aquí. Sin ese legado, seríamos como una hoja llevada por el viento, sin rumbo ni raíz, y seguramente nos habríamos extinguido antes de poder preguntarnos para qué estamos aquí.
Pero el tiempo pasó, muchísimo tiempo; y en ese primate que ya caminaba erguido, algo empezó a cambiar. Sobre esa base animal tan sólida, empezó a crecer algo nuevo, más sutil, más nuestro: los instintos que nos hacen humanos. Y entre ellos, uno brilló con luz propia: las ganas de saber. Ya no bastaba con sobrevivir; una curiosidad que no se acababa nunca nos empezó a mover, a querer entender las estrellas, a ver cómo funcionaba la naturaleza, a pillar el porqué de todo. Esas ganas nos llevaron a inventar herramientas mejores, a controlar el fuego, a crear el lenguaje, a pintar en las cuevas no solo bichos que cazábamos, sino también símbolos que iban más allá de lo práctico, como si quisiéramos encontrarle un sentido a todo. Ese instinto de saber, de comprender, fue el motor de un cambio cultural que iba a la par, y a veces chocaba, con nuestra evolución como especie. Como dijo Aristóteles, ese filósofo de hace mil años: “Todos los hombres desean por naturaleza saber”. Esa sed de conocimiento fue la semillita de la filosofía, de la ciencia, del arte… de todo eso que hoy vemos como lo más grande de nuestra civilización.
Claro que no todo fue un camino de rosas entre esos instintos animales y los más humanos. Conforme nos íbamos juntando en sociedades más grandes y complicadas, hizo falta poner reglas para convivir, para que no acabáramos todos a la greña. Y aquí es donde la cosa se complicó con el instinto sexual, esa fuerza tan potente para reproducirnos que heredamos de nuestros ancestros animales. Se convirtió en el centro de muchas miradas y, muchas veces, en algo que había que reprimir. Las estructuras sociales, con una primera idea de lo que estaba bien y mal, empezaron a ponerle freno, a intentar controlar y, en muchos casos, a ver mal que la gente expresara su sexualidad libremente. Se buscaba ir más allá de lo puramente animal, cultivar la cabeza, la justicia, el autocontrol, como si el cuerpo y sus impulsos fueran un peso del pasado que había que domar, o incluso borrar, para ser más “humanos”. Platón, otro filósofo, ya lo vio con su historia del carro con alas: la razón intentando controlar dos caballos, uno bueno (el espíritu) y otro rebelde (los deseos, incluido el sexual). Este tira y afloja entre nuestra naturaleza más básica y lo que construimos como moral ha sido una constante, marcando cómo vivimos, nuestras leyes y en qué creemos.

Gnerada por Bing IA.
Pero, a ver, todo este esfuerzo por “civilizarnos”, por suavizar o incluso apagar esos instintos animales, nos deja una pregunta un poco mosca. Si hemos llegado hasta aquí gracias a lo fuertes que eran esos impulsos primarios, ¿no será que al intentar disminuirlos tanto, nos estamos haciendo más débiles, incluso nos estamos poniendo en peligro de desaparecer? Antes, una persona podía apañárselas con cuatro cosas, conociendo el entorno como la palma de su mano, sabiendo leer las señales de la naturaleza, cazando su comida, defendiéndose. Su cuerpo y su mente estaban a tope, sus instintos, afiladísimos.
Hoy, la cosa ha cambiado un montón. Si a una persona de ciudad, acostumbrada a toda su tecnología, la sueltas en medio de la selva, se encontraría totalmente perdida, muerta de miedo, sin saber qué hacer, con sus habilidades para sobrevivir bajo mínimos. El que antes era un cazador de primera, hoy, como alguien ha dicho por ahí, a las veinticuatro horas estaría subido a un árbol, llorando a lágrima viva, esperando que lo rescaten o, peor, muriéndose por el clima o porque se lo come un bicho que sus abuelos sabían cómo esquivar. Esa desconexión con nuestra base instintiva, por querer ser tan racionales y controlados, podría estar creando una humanidad blandita, que depende demasiado de sus inventos, incapaz de reaccionar con fuerza si algo gordo pasa y nos quita toda la tecnología que nos sostiene.
Y uno ve por ahí a mucha gente que parece que se quedó atrás en esto de evolucionar, o quizás se les han disparado ciertos instintos animales, pero no los buenos, no los que nos hacen humanos. No es que sean unas máquinas sobreviviendo en el monte, sino que se comportan de forma impulsiva, egoísta, como depredadores en lo social. Como si hubieran dado un paso atrás: buscando el placer ya, acumulando cosas por acumular, o siendo superagresivos, mientras que la empatía, las ganas de saber por saber o el sentido de la justicia, como que se les han encogido. Es como si, al intentar reprimir una parte de lo que somos, esa parte saliera, por otro lado, pero distorsionada, sin la sabiduría que tenía al principio y sin que la razón le ponga un poco de freno. Sigmund Freud ya le dio muchas vueltas a esto, diciendo que la civilización se construye reprimiendo los instintos, pero que eso nos pasa factura por dentro, nos crea neurosis y malestar. “La civilización”, escribió, “se ve obligada a poner todos los medios para limitar las pulsiones agresivas de los hombres, para dominar sus manifestaciones mediante formaciones reactivas psíquicas”.
Entonces, ¿qué hacemos? A lo mejor la clave no está en negar o aplastar esa herencia instintiva, sino en aprender a manejarla, a integrarla de buenas con nuestra cabeza y nuestra moral. En vez de cargarnos esos impulsos que nos conectan con la vida en su estado más puro, quizás deberíamos intentar entender qué nos quieren decir, para qué sirven, y usar su energía para cosas buenas, adaptadas a lo que necesitamos hoy. El instinto de supervivencia, por ejemplo, no tiene por qué ser solo pelearse; puede ser la fuerza para superar problemas, para adaptarnos a cosas nuevas, para inventar soluciones a los líos gordos del mundo. El instinto de reproducirse, más allá de tener hijos, puede ser cuidar y enseñar a los que vienen, crear cosas culturales y sociales que duren más que nosotros. El instinto de juntarnos, tan básico como siempre, puede ayudarnos a construir sociedades más justas, donde quepamos todos y colaboremos, en vez de encerrarnos en nuestro grupito y excluir a los demás. Y esas ganas de saber, esa curiosidad tan nuestra, debería ser la luz que nos guíe en este camino de juntar todas nuestras piezas, para entendernos mejor a nosotros mismos y a este mundo tan complejo del que somos parte.
Si seguimos por el camino de desconectarnos cada vez más de nuestras raíces instintivas, intentando crear un ser humano superracional o, peor aún, artificial, el futuro podría pintar bastante feo. Podríamos acabar en un plan muy chungo, donde la gente, demasiado domesticada y enganchada a la tecnología, pierda las ganas de hacer cosas, la chispa de la vida, convirtiéndose en una pieza más de un sistema social perfecto pero sin alma. Algo así como el “mundo feliz” de Huxley, donde la comodidad y la seguridad se pagan perdiendo la libertad y los sentimientos de verdad. O, al revés, si reprimimos mal los instintos, podríamos tener una explosión de salvajismo con tecnología punta, donde nuestros impulsos más brutos, sin ningún freno moral ni sabiduría antigua, se desaten con una capacidad de destruir nunca vista. Un futuro donde la inteligencia artificial y la biotecnología se usen para alimentar instintos primarios desbocados, creando un panorama todavía más oscuro que cualquier pasado tribal.
Pero, ¡eh!, también hay otra opción, un futuro más optimista, uno que podríamos llamar utópico o, simplemente, más realista y maduro. Un futuro donde nosotros, los humanos, entendiendo lo rica y necesaria que es toda nuestra naturaleza, consigamos mezclar bien instinto y razón, nuestra herencia animal y nuestro potencial para ir más allá. Una humanidad que no le tenga miedo a sus profundidades, sino que aprenda a moverse en ellas con cabeza, usando la fuerza de los instintos como el viento que hincha las velas, mientras la razón y la conciencia moral son el timón que nos lleva a puertos de más felicidad y armonía. Sería una civilización que valore tanto estar conectados con la tierra como explorar el universo, que entienda que sobrevivir no es solo cosa del cuerpo, sino también del espíritu y la cultura. Como decía Carl Jung: “Hasta que no hagas consciente a tu inconsciente, éste dirigirá tu vida y tú le llamarás destino”. Aprender a usar y controlar los instintos, según lo que necesitemos y queramos lograr, no para acabar con ellos, sino para meterlos en un “todo” más rico y que funcione mejor, podría ser la clave no solo para no extinguirnos, sino para florecer de una forma que apenas empezamos a imaginar.

Generada con Bing IA.
El camino que hemos elegido, con estos avances tecnológicos que nos dejan con la boca abierta y estas crisis existenciales tan gordas, parece que nos está llevando a una encrucijada. En qué nos convertiremos depende de un hilo, un hilo que tejemos con las decisiones que tomamos cada día, cada uno de nosotros y todos juntos. ¿Vamos a seguir intentando construir un ser humano a trozos, negando partes esenciales de lo que somos, o nos atreveremos a abrazar nuestra complejidad, reconociendo que en ese baile equilibrado de nuestros instintos animales y nuestras aspiraciones más humanas está nuestra verdadera fuerza? ¿De verdad estamos evolucionando hacia una conciencia superior, o esto de perder el contacto con nuestras raíces instintivas es una forma disimulada de ir para atrás, una que nos hace más vulnerables aunque parezcamos muy sofisticados? ¿Será posible cambiar nuestra forma de ver las cosas para que los instintos no sean un enemigo al que vencer, sino un colega ancestral que, si lo escuchamos y entendemos, puede darnos una sabiduría supervaliosa en este viaje incierto que tenemos por delante? ¿O estamos condenados a convertirnos en algo que ya no reconoce el eco de la selva en su interior, ni la llamada de las estrellas en su mente, una forma de existir quizás eficiente, pero vacía de la pasión y el misterio que nos definieron al principio?
Ven, anímate a participar en la reciente iniciativa de la Comunidad #Holos&Lotus a través de la usuaria/columnista @damarysvibra. Les esperamos: @cirangela, @cositav, @atreyuserver y @lauril. Toda la información en el link aquí abajo:
👉Reconectar con los Instintos

Portada de la iniciativa
Creciendo como persona, busca y encuentra lo que necesitas para ser un mejor humano en la Comunidad Holos&Lotus. De seguro, hay un tema que te llamará la atención.

Infografía propia de la Comunidad Holos&Lotus
CRÉDITOS:
Más original y sin contenido generado por IA, no puede estar. Mi intención es decir lo que me quema por dentro y creo que puedo publicar este contenido en esta comunidad. En caso contrario, me gustaría me lo indicaran. Lo narrado no es ficción, es una triste realidad que me pasó a mi y no me apena contarla.
Dedicado a todos aquellos que, día a día, hacen del mundo un lugar mejor.


Dedicado a todos aquellos que, día a día, hacen del mundo un lugar mejor.

