Y así, para que quede claro: caminar nunca ha sido para mí ejercicio físico. Es una especie de meditación ambulante. Una terapia para calmar el nervio que me late en la sien. Sí, también me sirve para llegar de un punto a otro, pero eso es casi un beneficio secundario. Si espero, llego más rápido. Si camino, llego más tranquilo. Con los años, claro, ha dejado de ser placentero. Las rodillas protestan, víctimas de las sentadillas obligatorias de la escuela, esas que marcaron a toda una generación. El calzado tampoco ayuda: la mayoría de mis zapatos no son ergonómicos, no transpiran, no sujetan el tobillo como dicen que deben hacerlo los expertos en senderismo. Caminar se ha vuelto una peregrinación dolorosa… pero liberadora.
No sé si los peregrinos del Camino de Santiago sufren tanto. Claro, no es lo mismo. Las distancias, las condiciones, todo es distinto. Pero entre el deterioro de las aceras, el calor asfixiante, mi cabello ya canoso y la mala alimentación, caminar ha dejado de ser una opción cómoda. Es más bien una necesidad impuesta por la vida. Aunque tengo que reconocer que de cuando en vez me ayudo de la técnica.
Y es que no hay ansiolíticos en las farmacias. Y si los hay, hay que atravesar un laberinto burocrático para conseguirlos. Ni siquiera tengo con regularidad la medicina para mi diabetes tardía, así que imaginar pastillas para la ansiedad es casi un lujo de otro mundo. Pero, por fortuna o ironía, la escasez de comida obliga a recorrer kilómetros, hacer filas eternas… y quemar calorías como si fuera el estilo de vida de los neandertales: mucho esfuerzo por muy poco alimento. Supongo que, sin quererlo, mi cuerpo encuentra un equilibrio.
Este año, sin embargo, me ha obligado a volver a mis viejos hábitos. Me ha quitado el estrés de una forma extraña: ya no hay transporte que esperar, ni público ni privado. Pero hay cosas que no puedo dejar de hacer. Hay familia que ver, encargos que cumplir, trámites urgentes, y amores que no quiero que se pierdan en la distancia fría de un mensaje de texto. Así que me levanto temprano, me pongo los zapatos más decentes que tengo, y salgo con el fresco de la mañana. Sé cuánto voy a caminar, cuánto tiempo me tomará, y voy preparado: hidratado, con música en los oídos, con canciones que me animan, me acompañan, me aíslan del ruido del mundo. Hoy, al menos, tengo una certeza: el gato de Schrödinger está muerto. Murphy ha decidido darme un respiro. Ningún ómnibus vacío me pasará por delante burlándose. Y aunque así fuera… ya no importa.
Después de todo esto, el Camino de Santiago no suena tan descabellado. Aunque sea hasta Santiago de Cuba, hasta el Santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre, a darle gracias por haber sobrevivido a este tiempo, a esta isla, a esta vida. Porque, si seguimos así, la próxima consigna será clara:
«Hasta Santiago… a pie».
And so, to be clear: walking has never been physical exercise for me. It’s a kind of moving meditation. A therapy to calm the nerve pulsing in my temple. Yes, it also gets me from one place to another—but that’s almost a side effect. If I wait, I arrive faster. If I walk, I arrive calmer. With age, of course, it’s stopped being pleasant. My knees protest, scarred by the mandatory squats of school gym class—those that marked an entire generation. Footwear doesn’t help either: most of my shoes aren’t ergonomic, don’t breathe, and don’t support the ankle the way hiking experts say they should. Walking has become a painful pilgrimage… but a liberating one. I wonder if pilgrims on the Camino de Santiago suffer this much.
Of course, it’s not the same. Distances, conditions—everything is different. But between broken sidewalks, suffocating heat, my now-gray hair, and poor nutrition, walking has ceased to be a comfortable option. It’s become a necessity imposed by life itself. Although I have to admit that every now and then I rely on the technique.
And there are no anxiolytics in the pharmacies. If they exist, you have to navigate a bureaucratic maze to get them. I can’t even get my late-onset diabetes medication regularly—so imagining anti-anxiety pills feels like a luxury from another world. But by luck or irony, food scarcity forces me to walk kilometers, stand in endless lines… and burn calories like a Neanderthal: massive effort for minimal food. I suppose, unintentionally, my body finds balance.
This year, though, I’ve been forced back into old habits. In a strange way, it’s reduced my stress: there’s no public or private transport left to wait for. But there are things I can’t avoid. Family to visit, errands to run, urgent paperwork, and loves I don’t want lost in the cold distance of a digital message. So I wake up early, put on my most decent shoes, and head out in the morning cool. I know how far I’ll walk, how long it’ll take, and I go prepared: hydrated, with music in my ears—songs that cheer me, accompany me, isolate me from the world’s noise.
Today, at least, I have one certainty: Schrödinger’s cat is dead. Murphy has decided to spare me. No empty bus will pass me by, mocking my effort. And even if it did… it wouldn’t matter. After all this, the Camino de Santiago doesn’t sound so absurd. Even if it’s just to Santiago de Cuba, to the Sanctuary of Our Lady of Charity del Cobre, to give thanks for surviving this time, this island, this life. Because if things keep going this way, the next slogan will be clear:
"To Santiago… on foot."