Qué es Dios para mí? A lo largo de mi vida, fui criado bajo todo lo que conlleva la religión católica: las misas, los santos, la Virgen, las historias de Jesús, ese “Papá Dios” al que uno debía rezarle para que nunca le pasara nada malo a nadie. Me enseñaron que había que sufrir por mis pecados, hacer penitencia, aguantar incluso cuando detestabas a alguien, porque “Dios todo lo ve”. Eso creó en mí, desde muy joven, una relación confusa con la religión.
No me malinterpreten: yo no soy ateo, y sí creo en Dios. De hecho, durante gran parte de mi vida creí en todo eso que mencioné… hasta que en mi adultez empecé a ver el mundo tal como es. Empecé a notar cómo muchas de esas prácticas religiosas no me conectaban con Dios, sino con una sensación de culpa, castigo, miedo y obligación. Todo se sentía como una lista de cosas que tenías que hacer para no ir al infierno. Ese miedo a “fallarle a Dios” pesaba más que el amor a Dios.
Eso me hizo salirme de esa burbuja doctrinal y empezar a ver a Dios desde una perspectiva humana y espiritual, no desde la mirada condicionada de un sistema. Solo hace falta detenerse un momento, observar la historia, abrir la mente y pensar más allá de lo que nos enseñaron. El mundo es enorme. Hay culturas completamente distintas a la nuestra, y sin embargo, todas tienen su fe, su Dios, sus historias y sus conexiones espirituales. La forma en que vivimos aquí no es universal. Cambia radicalmente del otro lado del mundo.
Miremos la gastronomía, por ejemplo: ingredientes, sabores, métodos… todo cambia. Así también cambia la forma en que cada pueblo vive a Dios. Y aun así, coincidimos en algo: la mayoría de religiones creen en un Dios de amor, en entidades que se comunican con lo divino, en la búsqueda del alma y de la paz interior.
Pero entonces me hago esta pregunta: ¿Por qué pensar que mi Dios es el único verdadero? ¿Por qué las religiones que nacieron en mi entorno tienen más “autoridad” que otras? He llegado a la conclusión de que muchas veces nuestras religiones se centran más en seguir a hombres que manejan estructuras de poder, que en una verdadera conexión con lo espiritual. Y no lo digo con odio, lo digo con tristeza: se ha hecho negocio con la fe de la gente. Hay quienes creen que una estatua mojada está llorando sangre porque lo dice un noticiero, sin detenerse a pensar si hay una simple fuga de agua detrás. Mientras tanto, hay culturas en las que, aunque creas en algo distinto, te reciben con respeto, te abren las puertas, comparten sus enseñanzas y no te juzgan. Eso para mí vale más que mil sermones. Y entonces, quitando todo eso... los dogmas, las reglas, los ídolos, los símbolos... ¿Qué es Dios para mí?
Bueno, para responder eso, les contaré una anécdota: el momento en que realmente conocí a Dios.
¿Cómo conocí a Dios? A pesar de todo lo que mencioné que ocurría en mi casa con la religión —el temor, las obligaciones, el “tienes que”— había un lugar que me mostraba la otra cara de esa misma fe: la casa de mis abuelos. Mi abuelo fue diacono, un hombre de fe profunda, de esos que impactan. Elegante, recto, sabio, respetado y querido por todos. Profesor universitario, amado por sus estudiantes, un hombre de esos que tocan el alma con solo existir. Era el tipo de persona que no necesitaba hacer grandes cosas para que lo admiraras: ver su manera de amar bastaba. Yo fui uno de más de 15 nietos y 2 bisnietos, y te aseguro algo: jamás en mi vida he visto a alguien tan orgulloso de su familia. Para él, tú ya eras valioso solo por ser parte de su sangre. Siempre encontraba lo bueno en cada uno de nosotros y se aseguraba de que lo supiéramos. Mi abuela lo acompañaba en la fe, pero la fuerza espiritual la transmitía él. Y a diferencia de lo que pasaba en mi casa —donde lo religioso giraba en torno al deber y al castigo—, en la casa de mis abuelos, mi abuelo nos mostraba a un Dios que amaba. Jamás impuso nada. Solo decía: “Están invitados a rezar con nosotros.” Y aunque a veces no teníamos ganas, lo hacíamos… porque se sentía algo distinto en el aire. Un calor. Una conexión. Una presencia. Él hablaba de Dios con dulzura. Contaba las historias de la Biblia con una intención clara: sembrar amor. Decía que Dios nos amaba tanto que nos había dado la oportunidad de nacer, de estar juntos, de vivir. Una vez —yo estaba lleno de miedo— le pregunté: “Abuelo, si no cumplo los 10 mandamientos… ¿me voy al infierno?” Él me miró y con toda la calma del mundo me respondió: “No. Dios nos ama tanto que nos dio los mandamientos como una clave para ser felices, no como una amenaza. Si robas, vas preso. Si matas, te destruyes. Cada mandamiento evita que caigas en tu propia autodestrucción. No son cadenas, son guía para que tu vida no termine mal.”
¿Ven la diferencia? • En un lado estaba el temor, la obligación, el “si no haces esto, te vas al infierno”. • Y en el otro lado, estaba el amor, la gratitud, la libertad de sentir a Dios sin miedo.
Mi abuelo era eso. En cada cumpleaños, en cada reunión familiar, sacaba cinco minutos para dar gracias a Dios por vernos reunidos. No para imponer una homilía, sino para agradecer con el corazón. Ese hombre falleció hace unos años. Pero su amor no ha muerto. Vive en mí. Vive tan fuerte que hoy te puedo decir con seguridad: Yo conocí a Dios. Y no estaba en una iglesia. Estaba en mi abuelo. Él era el reflejo de lo que Dios significa para mí: una fuerza que ama, que no obliga, que no juzga, que está presente en el amor puro. No era un predicador buscando fama, ni un sacerdote con intenciones ocultas. Nunca buscó manipularnos. Nunca impuso. Siempre habló desde el amor.
Él fue lo más cercano a Dios que he conocido. Y ojo, no digo que él era Dios, pero sí era el reflejo de Dios. Porque para mí, Dios no es un personaje de un cuadro, ni un nombre en un libro. Dios es Amor. Y ese amor, si tienes suerte, te lo cruzas en alguien durante tu vida.
Yo tuve esa suerte.
Y por eso hoy tengo fe.
Definitivamente, si un milagro como él existe, créanme que hay un Dios que lo hizo posible. Y por eso hoy yo no siento odio ni rechazo a Dios, sino reflexión y fe.