Desde pequeño, me enseñaron a ver a Dios como un ser supremo que controla todo, una figura a la que había que temer y rezarle con miedo. Mi mamá incluso me impulsaba a rezar con tal insistencia que a veces esperaba que aparecieran cosas o milagros. Pero la verdad es que sentí rechazo y decepción muchas veces, porque esas cosas que pedía simplemente no sucedían. Entonces,
¿es Dios una entidad que escucha y cumple deseos? Esta pregunta me ha fascinado y también me ha hecho reflexionar mucho, especialmente porque mi fe es muy diferente a la que tradicionalmente se enseña: no se trata de penitencias o seguir estrictas doctrinas, sino de amar y compartir amor real.
Lo que pasa es que muchas veces lo que enseñan crea miedo, rechazo, y hasta sentimientos de traición o abandono. Y eso es porque Dios NO ES una entidad que cumple deseos a voluntad. Tenemos que sacarnos de la cabeza esa idea de un Dios en un trono, todo poderoso, esperando que le recemos o hagamos sacrificios para que no nos pase nada malo a nosotros o a nuestra familia. Cuando oro, pido que Dios proteja a mis seres queridos, sí, pero también le pido fuerza para mí, para poder seguir adelante si las cosas no salen como quiero. Lo que busco es llenarme de fe y fortaleza ante la adversidad, porque Dios no es un salvavidas divino.
Estamos en este mundo, y nos pasan cosas, buenas y malas. Y si algo malo sucede, no es porque Dios te odie o no te escuche, sino porque una cadena de sucesos te llevó a ese momento. Para ponerlo en perspectiva, pensemos en las hormigas. A veces creemos que somos lo más importante, que nuestra vida es el centro del universo. Pero para una montaña, ¿qué somos? Nada. Insignificantes. Todos los días caminamos por las aceras sin darnos cuenta que pisamos caminos de hormigas, matándolas sin intención ni maldad. Ahora, que lo sabemos, posiblemente evitemos pisarlas, pero antes sin darnos cuenta causábamos daño.
Nuestra vida es igual de fugaz y vulnerable: terremotos, deslizamientos, olas en la playa, insectos venenosos... todo puede acabar con ella de un instante a otro, sin maldad ni intención. Entonces, ¿es Dios un ser cruel que permite que las personas hagan daño? ¿Tiene favoritos? ¿Vales tú más que un niño en África que sufre o muere? No es justo ni adecuado hacerse estas preguntas así. Como dijo Einstein, “la maldad es la ausencia de Dios en el corazón de las personas”. No podemos esperar que Dios sea responsable de cada injusticia o sufrimiento. No podemos odiar a Dios porque no nos protegió o porque murieron nuestros seres queridos. Esa idea de Dios como un “centro de atención al cliente” que cumple pedidos y protege con un escudo divino es la razón por la que muchas personas se alejan de la fe. Yo creo en milagros, en esos momentos fugaces donde el amor y la vida se manifiestan de forma inesperada. Por eso, quiero compartirles una anécdota de cómo Dios me salvó de morir, un milagro que cambió mi forma de entender la vida.
El milagro en el mar: una experiencia que cambió mi visión de Dios
Una vez, en un viaje al interior del país, caminamos por un bosque durante una hora para llegar a un río, y otra hora para regresar a la casita. Mucha maleza, mucho calor, y un sol implacable que nos tostó el alma. Después de eso, tuvimos la maravillosa idea de ir a la playa. Nos bañamos, y yo, siendo imprudente, decidí nadar mar adentro y luego regresar. Al principio todo iba bien, pero poco a poco me fui adentrando más y más en el mar. La marea me arrastraba hacia lo profundo y lejos de la orilla. Y aquí es donde quiero contarles por qué digo que ocurrió un milagro.
En ese entonces, yo era un “gordito” sin condiciones físicas. Ya había gastado casi toda mi energía bajo el sol con la caminata al río. No tenía idea de cómo sobrevivir en una situación así. Hoy, con tanta información en Instagram y TikTok, sé que uno debe nadar paralelo a la orilla buscando suelo, pero entonces no sabía eso, solo intentaba nadar en línea recta contra la corriente. Mis brazos se agotaron, empezaron a adormecerse y tragué agua. Mis amigos estaban lejos, sin fuerzas ni capacidad para ayudarme, y yo comencé a hundirme. Sentí que me moría, pero curiosamente no sentí desesperación, sino calma.
Empecé a hundirme, y mientras bajaba, pensé en que me iba a morir y en cómo contarían que me ahogué por tonto. Entonces, el primer milagro: El suelo...
instintivamente solté todo el aire y me dejé hundir. Cuando toqué el fondo y sentí suelo bajo mis pies. Me puse en cuclillas, me impulsé con todas mis fuerzas y saqué la cabeza para respirar. Intenté mantenerme a flote, pero tragaba mucha agua, así que volví a hundirme para tocar el suelo. El segundo milagro: la corriente abajo...
Pude darme cuenta de que en el fondo la corriente no me llevaba. Sin saber nada de supervivencia, se me ocurrió impulsarme diagonalmente hacia arriba, respirar, y luego hundirme de nuevo, repitiendo este movimiento una y otra vez, avanzando poco a poco hacia la orilla. Cada esfuerzo era una agonía, pero a medida que sentía el suelo más cerca, una paz empezó a llenar mi alma. Fue un proceso lento, agotador, pero finalmente llegué a la orilla.
Ese día sentí que volvía a nacer. Fue un milagro de Dios, porque en ese momento espiritual, cuando ya había dejado de luchar por mi vida y pensaba en mi familia, sentí miedo y en ese miedo apareció una idea lógica que me salvó. No sabía si funcionaría. No actué con desesperación. Ese día mi objetivo fue sobrevivir. Algunos dirán que fue instinto o suerte. Para mí fue un milagro. Un milagro porque me arrastró de la muerte segura, y lo que logro evitar eso fue mis ganas de vivir alimentadas de esa fe, de pedir esa fuerza para que sí, mi muerte era inevitable, al menos moriría intentándolo. Posiblemente no estaría aquí escribiendo esto si no tuviera esa fe que alimento mis ganas de vivir. No espere un milagro celestial o divino o mágico, no me quede como muchos maldiciendo a Dios por este escenario trágico. Ese día entendí que Dios no me envió un helicóptero, ni un delfín para salvarme. Fue mi propia capacidad humana la que me permitió salir adelante, impulsada por la fuerza del corazón y la fe con la que tantas veces le había pedido esa misma fuerza para enfrentar las adversidades.
Somos humanos, y en momentos de adversidad, rezar no basta para salvarnos. Debemos actuar, intentar, pedir fuerzas si no podemos, pero seguir luchando. Usar a Dios como Alimento espiritual para llegar a ese punto donde sentimos que nuestra mente y cuerpo no puede llegar y quiere rendirse, y eso está bien. Porque quedarse solo rezando y esperando, esperaras sin duda alguna sí, pero a que llegue tu muerte por no actuar.
Por eso me gusta mucho la canción de Ricardo Arjona que dice: “Dios es verbo y no sustantivo”. Dios no es solo una palabra o una imagen fija en nuestra mente, es acción, movimiento, fuerza viva que impulsa a seguir luchando, a no rendirnos, a actuar con fe y amor. Y esa fue la fuerza que sentí ese día, no un milagro externo, sino el poder de la vida y la fe en mí mismo a través de él.
El famoso “Los tiempos de Dios son perfectos”
Hay una frase que siempre escuché desde pequeño y que antes, apenas la oía, decía: “Amén, que así sea”. Pero ahora que he crecido, la escucho y pienso: ¿realmente es esperanza… o es resignación disfrazada? “Los tiempos de Dios son perfectos”, dicen. Pero si lo pensamos desde lo humano, lo simple, lo terrenal... al final, las cosas pasan cuando tienen que pasar, ¿no? No por magia, ni por castigo, ni porque Dios bajó personalmente a mover las piezas, sino porque así se fueron dando las cosas, como parte de un proceso natural, incluso doloroso.
Entonces esta frase, que tantas veces decimos, empieza a sonar más a consuelo cuando todo va mal, que a verdadera fe. Como si lo que realmente estuviéramos diciendo fuera: “Estoy pasándola mal, no entiendo nada, pero ojalá en algún momento esto tenga sentido”. Y ojo, no está mal tener esperanza. De hecho, es valiosísima. Es lo que muchas veces nos sostiene. Pero también hay que hablar con sinceridad: no todo lo que nos pasa es porque “Dios lo quiso” o porque “Dios lo tiene planeado así”. Aquí es donde quiero hablar del libre albedrío y la voluntad de Dios.
Libre albedrío y la voluntad de Dios: una mirada honesta y necesaria
Hablemos primero de qué es el libre albedrío. Según la religión católica —y muchas otras tradiciones—, el libre albedrío es la capacidad que Dios nos dio para elegir entre una acción u otra. Es esa libertad de tomar decisiones, y esas decisiones se miden en una balanza moral: las buenas te acercan al paraíso, y las malas… bueno, al supuesto fuego eterno. Creo que todos entendemos esto perfectamente.
Pero entonces, si existe el libre albedrío para elegir… ¿cómo funciona la voluntad de Dios? ¿Está todo escrito en una piedra desde el día 1 hasta el último? ¿O acaso la voluntad de Dios cambia a medida que nosotros tomamos decisiones, como si fuéramos un videojuego dinámico? No, no hablo desde el ateísmo ni la burla, sino desde la madurez espiritual. Porque es hora de cuestionar esas historias hechas por hombres, que están detrás de templos y líderes religiosos, quienes a su vez solo repiten textos antiguos, escritos, traducidos y reinterpretados por otros hombres a lo largo de cientos de años. La religión es un medio humano para canalizar lo espiritual, no la propia esencia divina.
Entonces, ¿existe realmente el libre albedrío y la voluntad de Dios?
El libre albedrío obviamente existe. Todo ser vivo tiene la capacidad de elegir una acción en un momento dado. Pero debemos dejar de imponerle a Dios que Él es responsable de que los malos nos torturen o de que los buenos sean más santos que el pan. La elección es humana. Dios está en el amor, en el perdón, en la moral, en acciones que no destruyen sino construyen. Yo creo en Dios, y Dios es amor. Lo conocí, y a punto de morir lo sentí más real que nunca. Antes pensaba que Dios tenía un plan tallado para mí, como para todos, pero ahora creo que Dios es esa energía, esa fuerza de creación y amor, incomprensible para nosotros, que está en todo lo que es vida.
No hablo de espiritualidades nuevas ni de drogas que muestran colores o auras, sino del amor a la vida, de la belleza que aún existe a pesar del odio, la intolerancia y la inmadurez mental que nos está consumiendo. El libre albedrío no debe ser una excusa para justificar que las masas o las redes sociales decidan por nosotros. Dios no está en un video de TikTok cuando vemos como ayudan a indigentes o salvan animalitos (la mayoría de las veces lo causan ellos mismos o simplemente lo hacen para generar dinero).
Las generaciones actuales han perdido la capacidad de elección propia, han perdido la moral y han perdido o sacado a Dios de su corazón para permitir entrar a Dioses digitales o falsos dioses que son simples personas hablando por ellos mismos.
Dios es mucho más profundo y está dentro de ti...