Hace unos días compartí un fragmento aislado de mi historia. No imaginé que generaría, interés, comentarios, votos, y sobre todo, gente que pidió más.
Así que como prometi aca está el verdadero inicio.
Espero que lo disfrutes.
Capítulo 1: “Dónde va el eco cuando ya no hay voz”
El pueblo de Elorien siempre despertaba con su clásico susurro.
Ni el sol apuraba su ascenso entre los tejados ni el río que lo cruzaba tenía prisa por correr. Era como si todo allí, el viento, las casas, los hombres, supiera que vivir era más una cuestión de ritmo que de velocidad.
Yo lo entendía.
A mis diecisiete años, lo único que conocía con certeza era eso: el ritmo de los días. El olor del pan que salía antes de que cantara el alba. El polvo que se levantaba en la plaza. El gesto exacto de mi tutor cuando se ajustaba los lentes antes de leerme un texto que “no era para mi edad, pero haría que mi cerebro no se oxidara como el resto del pueblo”.
Y aun así…Siempre supe que algo no encajaba.
Como si una parte de mí caminara un paso más allá del mundo. Como si algo me observara desde el reflejo del agua, desde el temblor del fuego, desde la sombra de mi propia voz.
A propósito, mi nombre es Eirene, y durante mucho tiempo, este mundo, mi mundo fue tan pequeño como el humo que salía de las cocinas al amanecer.
Mi pueblo, no estaba en ningún mapa importante, aunque los mercaderes lo nombraban a veces como punto de paso. Las casas eran bajas, de piedra envejecida y techos rojos como sangre seca. Las calles, torcidas y caprichosas, parecían haber sido trazadas por un borracho en un pergamino arrugado. Y, sin embargo, para mí, todo eso era el hogar.
Aquel rincón perdido pertenecía —como casi todo en este lado del continente— al vasto Imperio de Threxil, un cuerpo envejecido, pero aún orgulloso, cuyos estandartes ondeaban sobre murallas que nadie recordaba haber visto construirse. Gobernado por una nobleza que rara vez pisaba tierra sin mármol, el Imperio se sostenía en leyes antiguas, jerarquías rígidas y un orden que se veneraba más por costumbre que por convicción. Allí, la magia no solo era tabú: era delito. No por superstición, sino por miedo. A los ojos del Imperio, los arcanos representaban un caos olvidado, un susurro de épocas en que el poder respondía a voluntades que no llevaban corona. Se hablaba poco de eso, pero lo poco bastaba: los magos habían traído una guerra que casi lo había destruido todo o al menos eso se decía. Desde entonces, bastaba una chispa fuera de lugar para desatar sospechas. Y una sospecha era, muchas veces, una sentencia de muerte.
Recuerdo esa mañana en particular.
El cielo estaba despejado
Me miré en el espejo antes de salir, como hacía siempre.
El Cabello negro, revuelto, indomable como la maleza me caía por la espalda. Ojos profundos, de esos que la gente evita mirar mucho tiempo. Piel clara, como si el sol del pueblo nunca me tocara con la misma intensidad que a los demás.
—Te ves como tu madre —me decía a veces mi tutor, cuando creía que no lo escuchaba—. Aunque no tenía idea de lo que eso significa.
No tenía idea de casi nada.
No recuerdo mucho sobre mis padres. A decir verdad, nunca supe gran cosa. Auren siempre me dijo que murieron cuando yo era muy pequeña, pero nunca entró en detalles. Y yo… supongo que aprendí a no preguntar.
Crecí con él, con su forma de hablarle a las plantas y de dormir con un libro sobre el pecho. Para mí, él era el mundo, y todo lo demás… simplemente era el resto. En algún rincón de mi memoria hay una voz cálida, un perfume suave que a veces siento sin saber por qué. Pero no puedo afirmar si es real o si mi mente lo inventó para no sentir el hueco tan grande.
Me habían dicho que hay cosas que deben revelarse cuando uno está listo. Tal vez mi historia pertenezca a ese tipo de cosas. Tal vez no. Lo cierto es que, por más que a veces me detenga a mirar el cielo con la esperanza de encontrar algún eco, no he sabido otra vida que esta: la de ser una joven sin respuestas, criada por un sanador que nunca dejó de cuidarme.
—¿Cómo murieron? —pregunté en una ocasión, tendría nueve años, tal vez diez. Lo hice sin pensarlo, como quien lanza una piedra a un estanque.
El no respondió de inmediato. Sopló sobre una mezcla de hierbas que llevaba, cerró el frasco y me miró con esos ojos suyos, cansados y sabios, como si acabaran de caminar cien años.
—Lo importante es que estás aquí Eirene. Eso basta, ¿no?
No insistí.
Tal vez porque supe que no quería hablar del tema.
O tal vez porque yo tampoco quería escuchar una respuesta que no cambiara nada.
Con el tiempo dejé de hacer preguntas. Aprendí que los silencios a veces pesan menos que las verdades.
Y aunque me he acostumbrado a vivir sin ellos, hay noches en las que me despierto con la sensación de haber escuchado una voz que no reconozco… o de haber soñado un perfume que no existe.
Y a veces, solo a veces, me pregunto si mis padres sabían lo que iba a ser de mí… si acaso imaginaron que el silencio que dejaron me acompañaría por tanto tiempo.
Como decía;
Recuerdo esa mañana con la quietud con que se recuerdan los momentos que no parecen especiales, hasta que el recuerdo los transforma.
El cielo estaba limpio, sin apuro. Azul pálido, como si el día dudara en comenzar. Caminé con la cesta al brazo y el sueño aun colgando de los párpados. La bruma se estiraba perezosa entre los campos y Elorien bostezaba en su rutina.
Salí a buscar espino blanco y raíz de agripalma. Auren decía que si los cortabas con el rocío tenían un mejor efecto en sus cataplasmas, nada raro, siempre se inventaba estas cosas para privarme del sueño. Tome el mismo sendero de siempre, el mismo crujir bajo las botas, el mismo canto de un ave que aún no aprendía su nombre. Me gustaba ese trayecto. Era simple.
Corté unas ramas junto al arroyo, arranqué un par de tallos con tierra húmeda y me limpié un poco las manos. Todo como tantas veces había hecho, me agaché para arrancar una raíz más profunda, una que casi se escondía bajo una roca. Cuando mis dedos la tocaron, no pasó nada. Y, sin embargo, lo sentí todo.
No sabría decir que cambió.
No supe en qué momento dejó de ser el bosque.
Un parpadeo, tal vez. Un giro leve del mundo. La luz cambió, el aire también. Y cuando volví a mirar, ya no había árboles ni musgo ni hojas. No había canto de aves ni agua corriendo.
Estaba sola en un pasillo estrecho, de paredes negras como obsidiana pulida. El suelo bajo mis pies no crujía, no resonaba. Era liso, frío, extraño, como si no estuviera hecho para ser pisado por nadie. El techo era tan alto que no se veía, o quizás no existía. Todo era sombra, alargada y quieta.
Sentí el miedo entrar despacio. No como un golpe, sino como el frío en la espalda cuando uno sale sin abrigo. Una presencia lenta, que se cuela sin pedir permiso. Me llevé una mano al pecho. No me dolía nada, pero el corazón latía como si sí.
Di un paso. El eco no volvió.
—¿Qué… qué es esto? —susurré. Y ni siquiera mi voz sonó como mía.
Delante de mí, al final del pasillo, había una puerta. Alta, delgada, de madera vieja. No parecía formar parte de ese lugar. Era como si alguien la hubiera colocado allí a la fuerza. Una mancha de otro mundo.
Giré sobre mis talones. Del otro lado del pasillo, otra puerta. Idéntica. Igual de callada. Igual de absurda.
Y entonces lo sentí.
Una llamada. No con palabras. No con sonido. Era una sensación leve, como un tirón en el estómago. Como si algo al otro lado del mundo tirara de un hilo atado a mi alma. No era violento. No era urgente. Era... inevitable.
Mi respiración se hizo más lenta. Sentí que el aire allí era más denso, como si costara recordarles a los pulmones cómo moverse.
—Esto no está bien —dije en voz baja, apretando los puños—. Qué coño está pasando…
Quise volver. No había a dónde.
Quise despertar, pero ya estaba despierta.
Así que caminé.
Mis pasos eran suaves. Me acerqué a la puerta. La miré un momento. No tenía cerradura. No tenía pomo. Solo estaba allí, esperando.
Extendí la mano. Dudé por un segundo.
Y la abrí.
Un destello de luz me cegó, blanco, sin forma. No ardía, no dolía. Como si el mundo se hubiera volcado en una sola ráfaga.
Después, nada.
Desperté tendida en el páramo. La hierba se movía con el viento. El cielo estaba claro, pálido, inocente. Como si nada hubiera ocurrido.
Me incorporé con lentitud. Las piernas me temblaban. No de miedo, sino de algo más hondo. Como si el cuerpo recordara una caída que la mente no había entendido.
La cesta estaba junto a mí, intacta. Las raíces seguían húmedas, con su olor terroso y su forma vulgar, común. Todo estaba como debía estar. Salvo yo.
Miré a mi alrededor buscando algún vestigio de explicación que dijera: aquí ocurrió lo imposible.
Y sin embargo…todo estaba igual, pero yo lo sentía.
Sentía el recuerdo de una luz que no podía describir, de un pasillo que no podía haber existido. El tacto invisible de una puerta que quizás no abrí nunca, o quizás sí. Algo se había movido. No afuera, sino adentro. Y ese algo me observaba ahora, desde un rincón que antes no conocía.
Me llevé una mano al pecho. El corazón latía con normalidad. Pero no era el mismo ritmo de antes. No era la misma música.
Cerré los ojos. Esperaba entenderlo. Esperaba que, si me quedaba muy quieta, la respuesta me llegara como el eco de una voz olvidada.
Pero no hubo voz.
No hubo revelación.
Solo esa extraña certeza sin nombre. Como cuando uno sueña con un rostro que no recuerda, pero que al despertar deja una ausencia.
¿Fue real? —quise preguntarme. Pero ¿qué es lo real, cuando los ojos no bastan?
Tal vez fue el silencio, que de pronto se volvió demasiado perfecto. O la forma en que el aire se sintió denso. Pero lo noté.
Una parte de mí quería pensar que fue un mareo. Una mala noche. Que me había dejado llevar por el cansancio, o el calor, o la humedad.
Pero otra parte, silenciosa y terca, sabía que no. Sabía que algo se había movido. No afuera. Adentro.
Volví a casa antes del mediodía, con la cesta medio llena y las manos inquietas. A cada paso me perseguía, el recuerdo de lo que sentí que incluso yo misma no podía explicar del todo, como un sueño mal dormido. Pero el eco seguía ahí. Agazapado.
—¡Eirene! Qué sorpresa. ¿Ya has terminado tu recolección? —La voz de Lyara irrumpió en el aire con la naturalidad de quien no teme al silencio—. ¿Encontraste raíz de eléboro? Mi madre anda con esa tos otra vez…
Sus palabras me sobresaltaron. No de manera brusca, sino como quien es devuelto al mundo desde muy lejos, pero no logro disipar del todo la bruma que anidaba detrás de los ojos. Parpadee y en ese gesto hubo algo forzado, como si me obligara a encajar en una conversación a la que llegaba tarde.
Forcé una sonrisa, tenue, mal dibujada, como una palabra olvidada a medio decir.
—Sí, Lyara. Ya he terminado. Pero… estoy algo cansada.
Lyara me miró con leve ceño, con esa mezcla de amistad y desconfianza que nace cuando alguien a quien conoces bien empieza a parecer ajeno. Los ojos de Eirene, normalmente calmados y profundos como agua de pozo, se veían raros. No tristes. Tampoco vacíos. Solo… perdidos. Como si miraran algo más allá del polvo del camino.
—Te ves pálida —dijo Lyara, con un tono casi sin querer, pero no sin cuidado—. ¿Estás bien?
—Sí. Respondí y bajé la vista mientras jugueteaba con los bordes de la cesta—tratando de mantener una postura digna. Solo un poco cansada, como te dije. Tengo que volver. Ya sabes cómo es Auren con sus mezclas... si llego tarde me hará oler todas una por una.
Lyara suspiró, resignada. Conocía a Eirene. Sabía de su silencio espeso, de su costumbre de guardar más de lo que decía. No insistió. A veces, con Eirene, insistir era como tirar piedras a un lago esperando que respondiera con palabras.
Caminó a su lado un rato, hablando de cosas pequeñas: del mercado, de un gato que se había escapado, del nuevo aprendiz del herrero que, según decían, tenía manos más suaves que fuerza. Eirene la escuchaba, o al menos lo intentaba. Asentía con cortesía, pero sus respuestas eran breves, casi mecánicas. Había algo en su andar, en sus ojos, que no estaba allí del todo.
Su mente seguía enredada en otra cosa. Una sensación que no sabía nombrar, como una melodía oída al pasar que no lograba olvidar. No era temor exactamente, pero tampoco calma. Era algo más fino, más ambiguo. Una especie de temblor dulce bajo la piel. Como si esa puerta que abrió, en lo más profundo de su ser no supiera si debía haberla cruzado… o cerrarla para siempre.
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La semana proxima compartire el segundo episodio y me encantaría que formes parte del viaje.
— Mario Fernández Autor de El Concilio de Dos Mundos