
Fuente
¡El café! Había olvidado hacer el café. Afuera el gallo cantó desgañitado.
Siempre había querido escribir algo celebré, pero las pocas letras que conocía no le dejaban espacio para volar.
Se había pasado un día entero hojeando libros en la biblioteca, mirando los dibujos, leyendo con titánica dificultad las notas cortas a sus pies.
Pero lo que se llama leer, leer, no sabía. Una ráfaga de viento entró quién sabe por dónde y le arrebató la luz a la vela.
La mujer buscó en la caja el cerillo y volvió a arder el hilo ennegrecido. Se quedó pensativa mirando el cerillo cumplir su misión al dar luz nuevamente (una que, por los rayos del sol que se apresuraban desde el este, ya no era tan necesaria).
Estaba tan entretenida en la labor de escribir su nota en la hoja blanca, anudando con trazos de grafito las letras, mientras en su mente las iba hilvanando con hilos de saliva: "Mi Epit… Ahora viene una "A" y con su rabito amarró la "F" y luego, con su punta, a la "I".
Se decía al paso que iba repasando mentalmente cada letra que componía la frase: apenas el título de lo que escribiría después. "Ahora viene la O -continuó con su monólogo mental; como de maestra de primaria -con su rabito arriba. ¡La O tiene el rabito arriba, no abajo como la A! -se recalcó, para que le quedara bien claro.
No quería que le leyeran mal; que en lugar de epitafio leyeran "epitafia". ¡No! ¡Qué horror! Ya no sería necesario que el fuego ardiera y la volviera tizón. Con aquella vergüenza bastaría para morir.
Si bien no sabía leer como todos, buscaba ser enemiga de los errores y de haber podido estudiar, como su hija, habría sido cuidadosa con la Ortografía.
El fuego del último cerillo, con su lacónico arder, encendió la vieja madera. Se oía en la casa los leves chasquidos; su grito ahogado de resina, de la historia de cuando fue parte de un árbol. ¡Ay, que naranja se veía la madera, poseída por el amarillo-azulito de la llama!
Sobre la ladera del cerro, a lo lejos, en lo alto, casi imposible de distinguir se intuía, saliendo por la ventana de la vieja casa, el humo azulado. Volaba y se iba a desperdigar en el cielo como una nube de sueños o un cirro de tragedia.
Lo ven desde lejos un hombre de alpargatas y sombrero y una niña risueña, con sus dos trenzas a cada lado de la cara. Por el humo blanquecino -al menos así parece desde lejos- ellos saben que mamá está en casa.
Ya es de día. El sol toca ya la tierra y los olores a humedad suben desde la sierra; los pájaros entonan cantos de alegría, el perro de costillas cubiertas por la piel negra aulló lastimosamente, como aquejado por un dolor eterno.
Adentro, la mujer, dando tumbos por la casa incendiada, ha olvidado sobre la mesa el pedazo de hoja; lacerado muchas veces por los borrones y correcciones. En ella se lee (con una ortografía equivocada) su epitafio, el que la resume, o el que intentaba hacerlo: "Fui un serillo que logró encender la vida".