Un día de ejecución se desarrolla como una función muy bien ensayada. Los actores saben con exactitud su papel y sus ubicaciones. Hoy, 5 de junio, es un mal momento para llamarse Stephen Smith.
La camioneta que transporta a Stephen desde la prisión de máxima seguridad a su destino final comienza su recorrido por la ruta. Por razones de seguridad el recorrido se mantiene en secreto. Él llegó a las trece y media. Lo registraron, se le dio una ducha, ropa limpia, se le tomaron las huellas dactilares para luego conducirlo a la celda donde pasará sus últimas horas. Cabe aclarar que los encargados tienen en consideración lo que pronto vivirá el recluso, por ende no hay necesidad de que ellos sean desagradables con él. En el caso de Stephen Smith, como también de otros reclusos con la misma condena, el pasar en completa soledad en una minúscula celda no es una novedad. Durante dos décadas él pasó veintidós horas del día en una celda de tres metros cuadrados solo, esposado y sin posibilidad de interactuar ni con el guarda de seguridad. Un refugio de animales es un lujo al lado de la profunda y fría prisión. El pasar sus últimos momentos en otra celda no le supondría un cambio, pensaba.
Minutos antes de las dieciocho el director recibe una llamada rutinaria del despacho del gobernador. “ Perfecto. Así se hará” es la contestación habitual para confirmar que puede seguir adelante con la ejecución.
Por ley los medios de prensa tienen un asiento en la cámara de la muerte. Estos se reúnen en una pequeña sala frente al lugar de ejecución.
Los funcionarios de prisiones durante el acto de la ejecución tienen un trabajo único e inigualable. Consiste en escoltar y llevar al recluso desde la celda a “la cámara de la muerte” para luego sujetarlo a la camilla. En la operación de atar al recluso participan cinco de ellos. Todos son conocedores de los motivos por los cuales a la persona se le administra la inyección letal. En ningún caso se les cruzó la mínima idea de cuestionar si la persona es merecedora o no de ese final. Más bien creen firmemente que el recluso hizo lo debido para terminar de esa forma. Stephen Smith no es la excepción. Han pasado tantos años desde el asesinato, de los cuales él perdió la noción de cuanto tiempo vivió entre las paredes de piedra de aquella prisión.
A las dieciocho menos cinco, los funcionarios lo buscaron para trasladarlo a la cámara. En el recorrido del pasillo de la muerte su mente deliró. Percibió el perfume símil vainilla característico de su víctima. Creyó que el aroma inundaba el pasillo en un segundo que parecía eterno. El delirio se apoderó de él: de forma automática dijo para sí “por supuesto que la mate. Ella era mía” acompañado de una macabra sonrisa dibujada en el rostro. En ese momento supo cuáles serían sus últimas palabras.
La secuencia es la misma en ejecución tras ejecución: A las dieciocho y cinco los guardias empiezan a atar al condenado mientras los testigos son conducidos a la casa de la muerte. La familia de la víctima entra primero, luego le sigue la del victimario. Lo que hace difícil que ambas partes se encuentren en ese momento.
Una vez ubicados los testigos, el funcionario le comunica a Stephen:
“Le daré tres minutos para hacer una declaración. Una vez finalizada se activará un botón del mando a control remoto que tengo en el bolsillo. El mismo encenderá una luz en la sala de las drogas para indicar que pueden empezar a administrarle la sustancia”.
A lo que él respondió con sorna acompañado de una sonrisa que asustaría hasta al mismísimo Diablo: "Ella no se merecía amor, ni mucho menos el mío. Me trajeron aquí para ser ejecutado. Ahora háganlo."
Minutos después el servicio de prensa publicó la crónica del hecho. La misma se destaca el crimen cometido por el señor: el asesinato premeditado de su mujer, a la cual no le bastó con apuñalarla múltiples veces sino que además ultrajó sexualmente el cadáver. La publicación incluye un comentario de un testimonio clave: la opinión del padre de la víctima. El señor dijo “ (Stephen) Apenas tembló. Luego pude notar que sus labios comenzaron a cambiar de color. Estaba centrado en verlo morir lentamente. Me hubiese gustado que sufriera tanto como sufrió mi hija por su culpa”.