Después de tantos años sin venir, volver a la Villa Sol Don Lino fue como reencontrarme con una parte de mi infancia. Sin embargo, esta vez hubo algo distinto, algo que hizo esta visita aún más especial: compartir un atardecer con mi mamá, entre anécdotas, brisa marina y uno de los paisajes más hermosos que he visto.
Ese rincón frente al mar, donde nos tomamos la foto, guarda para ella una de las historias más significativas de su vida. Mi mamá viene a este lugar desde que tenía 12 años. Ha sido testigo de sus cambios, sus mejores tiempos, y también de sus pérdidas. Allí, donde hoy solo quedan ruinas sobre las rocas, existió un bar-salón de baile con forma de barco velero. Tenía una base de concreto y el barco, hecho completamente de madera, había sido construido en el astillero de Gibara.
Según me cuenta, era un lugar mágico: entrabas por un costado y adentro te recibía una pista de baile rodeada de mesas donde la gente reía, brindaba con cócteles y bailaba bajo las luces tenues que se reflejaban en el mar cercano. Era el alma de muchas noches felices. Pero en los años 90, un apagón trajo consigo una tragedia. El velero-bar se incendió y, al estar hecho de madera, fue imposible salvarlo. Mi madre siempre recuerda esa noche con tristeza, y cuando me la cuenta, sus ojos inevitablemente se llenan de lágrimas.
Ese día, mientras el sol comenzaba a esconderse y el cielo se pintaba de tonos suaves, nos sentamos juntas frente al mar. No solo hablamos del pasado, también reímos, nos abrazamos y atesoramos ese momento como si fuera un pequeño ritual.
Me quedo con esa imagen grabada en el alma: ella, vestida de blanco, con el mar como fondo y una historia a flor de piel. Y yo, a su lado, sabiendo que no importa cuántas veces volvamos, siempre encontraremos algo nuevo que recordar… o redescubrir.
English Version
After so many years without visiting, returning to Villa Sol Don Lino felt like reconnecting with a piece of my childhood. But this time, something was different—something that made this visit even more special: sharing a sunset with my mom, surrounded by stories, the ocean breeze, and one of the most beautiful landscapes I’ve ever seen.
That little spot by the sea, where we took the photo, holds one of the most meaningful stories of her life. My mom has been coming to this place since she was 12 years old. She has witnessed all its changes, its golden days, and also its losses. There, where now only ruins remain on the rocks, once stood a dance bar shaped like a sailing ship. It had a concrete base, and the ship itself, made entirely of wood, had been built in the shipyard of Gibara.
She tells me it was a magical place—you entered from one side, and inside you’d find a dance floor surrounded by tables, where people laughed, sipped cocktails, and danced under soft lights that reflected off the nearby sea. It was the heart of many joyful nights. But in the 1990s, a power outage brought tragedy. The ship-bar caught fire, and since it was made of wood, there was no way to save it. My mother always recalls that night with sorrow, and when she tells me the story, her eyes inevitably fill with tears.
That day, as the sun began to set and the sky turned pastel, we sat together by the sea. We didn’t just talk about the past—we laughed, hugged, and cherished that moment as if it were a small ritual.
I carry that image in my soul: her, dressed in white, the sea behind her, and a story written on her skin. And me, by her side, knowing that no matter how many times we return, there will always be something new to remember… or rediscover.
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