Pensémoslo por un momento. Ese instante en que envías un mensaje importante y tu mirada queda fija en la pantalla, esperando los tres puntos que anuncian una respuesta. Ese nudo en el estómago no es más que una expectativa en su forma más pura y cruda. Esperamos la respuesta, sí, pero también esperamos que contenga las palabras que anhelamos, que valide nuestro sentir, que nos dé luz verde. En esos segundos de silencio digital, se juega una partida entera de nuestra vulnerabilidad.

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¿Cuántas veces hemos diseñado en nuestra mente la conversación perfecta, el reencuentro ideal, la disculpa que merecíamos? La hemos ensayado, pulido cada detalle, asignado diálogos y reacciones. Y luego, la realidad, con su torpe y maravillosa improvisación, nos entrega algo completamente distinto. La decepción que sentimos no nace del acto en sí, sino del abismo entre el guion que escribimos en secreto y la escena que la vida decidió filmar. “La expectativa es la raíz de todo dolor de corazón”, se dice que escribió William Shakespeare. Y cuánta verdad hay en esa simple frase.
Nos convertimos en arquitectos de futuros que quizás nunca se construyan. Trazamos los planos de la relación perfecta, del trabajo soñado, de los hijos modelo. Y en el proceso, sin darnos cuenta, le ponemos a la vida un corsé tan apretado que apenas puede respirar. Dejamos de disfrutar la construcción real por estar obsesionados con los planos.
Ahí es donde yace el peligro silencioso del que nos hablan en #Empowertalent: la parálisis. El miedo a que ese viaje soñado no sea tan mágico como lo imaginamos, nos lleva a no comprar nunca el billete. El pavor a que nuestro proyecto no revolucione el mundo como esperamos nos impide escribir la primera línea. Vivimos en la sala de espera de nuestra propia vida, creyendo que aún no es el momento perfecto, que no somos lo suficientemente buenos, que el resultado no estará a la altura de la expectativa. ¿Y si la expectativa no fuera una meta, sino una excusa disfrazada de perfeccionismo?
Hablemos de las relaciones, ese campo minado de expectativas no declaradas. En el amor, entregamos un manual de instrucciones invisible y esperamos que nuestra pareja lo adivine, lo descifre y lo siga al pie de la letra. Esperamos que sepan cuándo necesitamos un abrazo sin pedirlo, que entiendan nuestros silencios, que compartan nuestros sueños con el mismo fervor. Y cuando no lo hacen, no vemos a una persona real con su propio universo interior; vemos un fallo en nuestro plan. No nos enamoramos de la persona, sino de la idea que nos habíamos hecho de ella. Y ese peso, amigos, es demasiado para que lo cargue cualquiera.
¿Y qué me dices de los padres? Esa expectativa de que nuestros hijos sigan un camino que, a menudo, es la versión mejorada de nuestras propias frustraciones. Queremos que sean felices, por supuesto, pero ¿bajo nuestros términos de felicidad? La presión de ser el hijo que no decepciona, el que cumple el sueño familiar, puede ser una carga que aplaste la más auténtica de las vocaciones. ¿No sería más revolucionario esperar de ellos que descubran su propia brújula, aunque su norte no apunte hacia donde nosotros miramos?
Sin embargo, y aquí es donde quiero llegar contigo, despojarnos de toda expectativa, sería como arrancarnos el alma. Sería vivir en un presente plano, sin la tensión que nos impulsa hacia el mañana. Tu convicción en la paz mundial, por ejemplo, no es una ingenua fantasía; es un motor. Es la clase de expectativa que eleva a la humanidad. Las expectativas son también la materia prima de la esperanza. “La esperanza es el sueño del hombre despierto”, nos recordaba Aristóteles. Y soñar despiertos es lo que nos ha permitido pisar la luna, encontrar curas a enfermedades y, en lo cotidiano, levantarnos de la cama después de un día terrible.
La clave no está en erradicarlas, sino en afinarlas. En distinguir la expectativa, que es una exigencia rígida de la que es una posibilidad inspiradora. La primera es una jaula; la segunda, un par de alas.
Es la pequeña expectativa de que el café de la mañana te reconfortará. Es la esperanza de encontrar una palabra amable en un día gris. Es la convicción de que, aunque hoy no lo lograste, mañana tienes otra oportunidad para intentarlo. Es el impulso que te lleva a cuidar una planta, esperando verla florecer, sin saber a ciencia cierta si lo hará. Ese pequeño acto de fe en el futuro. Esas son las expectativas que nos salvan, las que nos susurran al oído que vale la pena seguir. Son el hilo invisible que nos conecta con la versión de nosotros mismos que aún no somos, pero que intuimos posible.
Quizás el secreto no sea dejar de esperar, sino aprender a esperar mejor. Esperar con la curiosidad de un niño en lugar de la impaciencia de un acreedor. Esperar con el corazón abierto, a la sorpresa, al desvío, a la belleza de lo imperfecto.
Así que te pregunto, y me pregunto a mí mismo: ¿Qué expectativas te están sirviendo de ancla, impidiéndote zarpar? Y más importante aún…, ¿cuáles son el viento que infla tus velas, incluso cuando no ves la orilla? ¿Podrías diferenciar unas de otras en el mapa de tu vida? ¿Qué pasaría si empezaras a tratar tus expectativas no como un contrato con el futuro, sino como una carta de amor a lo posible?
𝗘𝗻𝗰𝘂𝗲𝗻𝘁𝗿𝗼 𝗱𝗲 𝗧𝗮𝗹𝗲𝗻𝘁𝗼𝘀: «Las expectativas»
Portada de la convocatoria.
Dedicado a todos aquellos escribas que contribuyen, día a día, a hacer de nuestro planeta, un mundo mejor.

