Conocer la desesperanza de primera mano, padecer penurias bajo el mando de los sádicos, no pensar en el mañana pues se vislumbra lejos y hasta imposible. Esa, esa es parte de la vida de un prisionero.
Todo lo pierde. Su familia, sus posesiones más banales, o más preciadas. Su pudor, su dignidad, su orgullo, su vitalidad. Todo se va. Pero no en un santiamén como algunos pensarán. Es progresivo. Un proceso lento y tortuoso que lo destruye poco a poco. Con cada día que pasa, más pierde y más se pierde.
Vive en automático. Y más de una vez piensa en dejarse ir. Otros prisioneros lo hacen, acaban con su sufrimiento. Pero él no. Es la única decisión que aún es medianamente suya, esa de vivir o morir, es el último resquicio de orgullo que lo mantiene en pie.
Respira con pesadumbre, arrastra los pies a cada paso; un cuerpo sin fuerzas que apenas respira.
Los días pasan y el vacío en su alma se hace más grande y profundo.
Pasan las semanas, los meses, los años.
Llega el día en el que el encierro termina.
Es libre. Justo cuando ya había olvidado lo que era serlo.
Es mejor que estar dentro pero eso no significa que sea fácil.
El mundo es distinto a como lo dejo.
No están sus seres queridos. Su casa ya no es suya. Todo lo que alguna vez quiso, ya no está, todo se ha ido.
Amargura, desilusión.
El vacío quiere crecer.
No esperaba ser feliz si salía alguna vez. Pero tampoco estaba preparado para la infelicidad.
Su alma da un vuelco.
Su mente lo pone en su sitio.
Una resolución se abre paso entre la amargura y la desilusión.
Ya fue un prisionero, ya lo perdió todo, ya vivió lo peor.
Es libre ahora para comenzar de nuevo.
Para conseguir aunque sea un poco de felicidad.
Y así será.
Gracias por leer.
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