Fueron Cabel y Aín intrépidos cazadores, luego prósperos pastores, esto agrado al abuelo anciano y su predilección por la carne asada o a la parrilla. Luego, algo cansados de la recolección al azar, incursionaron en sembrar la tierra, lo que al viejo llevo a murmurar disgustado. No gustaba de potajes y verduras, pretendía todos los días hincar el diente en tiernos filetes y a disgusto andaba por culpa de las sopas con huesos y las ensaladas.
Un día de calor, molesto, el anciano se levantó y dijo: El casado, casa, quiere y a todos despidió. Se marcharon con lo puesto, como dicen, con una mano adelante y otra detrás, tapándose la vergüenza, pero del viejo no quisieron hablar mal.
Sufrieron penurias y las desavenencias crecieron, no dejaron de pelear y así siguieron sin conversar, no resolvieron las diferencias y a la siguiente generación legaron sus complejos haciendo de ellos una familia disfuncional.
Una historia contada en distintas versiones y en algunas culpan a los vecinos, a las visitas y hasta a la televisión, siempre los malos son otros, nunca la culpa tenemos nosotros y queriendo y sin querer vamos trasmitiendo pesares, culpas, complejos y dudas.