Imagen generada con Krea.aiMe levanto con la mitad de mi ser aún en los brazos de Morfeo, hago mi aseo personal y me preparo una taza de café que pretendo tomar antes de comenzar, para espabilarme y empujarme al ruedo. Nunca es así. Veo la hora y siento que, si me detengo, en un abrir y cerrar de ojos será la hora de salir.
En ese silencio de la madrugada, que debería sentirse pacífico, pero que en realidad es solo la calma antes de la tormenta, empieza mi rutina: loncheras, uniformes, besos apurados, mochilas que parecen tener vida propia. Cada tarea está acompañada de una mezcla extraña de amor incondicional y agotamiento crónico que solo alguien que cuida de otros entendería.
Luego, después de ayudar a Ian a arreglarse y de poner a prueba mi paciencia nivel experta con mi hija Isabella para que esté lista a tiempo, logramos salir y llegar con el tiempo justo a la jornada escolar.
De regreso a casa, el reloj sigue avanzando sin piedad: El cuidado de Ignacio espera, alimentacion, medicinas, meriendas, aseo, abordar crisis conductuales, citas medicas, compañía y asistencia constante. Me muevo de una tarea a otra como si estuviera en una coreografía invisible, ejecutada con precisión pero sin aplausos. En medio de todo, mis ojos se posan en una taza de café olvidada. Fría. Como si reflejara mi propio estado.
Justo cuando pensaba ignorarla (porque, sinceramente, ¿quién tiene tiempo para una taza de café caliente?), suena una notificación en mi teléfono: "Tómate un respiro, tu bienestar también importa".
Me reí. No porque fuera gracioso, sino porque fue como si todo a mi alrededor me diera un codazo cómplice. Cerré los ojos y respiré hondo. ¿Hace cuánto no lo hacía de verdad? Así que, por primera vez en mucho tiempo, hice algo revolucionario: me serví una taza de café caliente y me senté junto a la ventana. Solo unos minutos. Solo para mí. Y, de repente, el día pesaba un poco menos.
Más tarde, mientras caminaba sin prisa (sí, sin prisa), pero sin pausa, el viento fresco me acarició el rostro. Sentí que la vida me recordaba que sigo aquí, que existo más allá de mis responsabilidades. Me regalé unas páginas de un libro, escuché música que me llenó el alma y, por un momento, fui solo yo: sin etiquetas, sin listas de tareas.
Cuando volvió mi rol de cuidadora, algo había cambiado. Mis hombros estaban menos tensos, mi corazón menos cansado. Miro a mi hijo y me doy cuenta de algo poderoso: mi amor no solo se mide por lo que hago, sino por cómo estoy. Y él también lo siente.
Porque entendí que cada día trae su propio afán, pero mi bienestar no puede quedar siempre en el último lugar. Un momento para mí no es un lujo, es una necesidad.
Así que te pregunto: ¿ya hiciste una pausa hoy?
English version
Image generated with Krea.aiI get up with half of my being still in Morpheus’s arms, take care of my personal hygiene, and make myself a cup of coffee that I intend to drink before starting, to wake myself up and push myself into the ring. It never happens that way. I look at the clock and feel that if I stop, in the blink of an eye, it will be time to leave.
In that early morning silence— which should feel peaceful but is really just the calm before the storm— my routine begins: lunchboxes, uniforms, rushed kisses, backpacks that seem to have a life of their own. Every task is accompanied by a strange mix of unconditional love and chronic exhaustion that only someone who cares for others would understand.
Then, after helping Ian get ready and putting my expert-level patience to the test with my daughter Isabella to make sure she’s ready on time, we manage to leave and arrive just in time for the school day.
Back home, the clock keeps ticking mercilessly: The care of Ignacio waits, meals, medications, snacks, hygiene, managing behavioral crises, medical appointments, constant company, and assistance. I move from one task to another as if I were part of an invisible choreography, performed with precision but without applause. In the middle of it all, my eyes land on a forgotten cup of coffee. Cold. As if it reflected my own state.
Just when I was about to ignore it (because honestly, who has time for a hot cup of coffee?), a notification pops up on my phone: “Take a breath. Your well-being matters too.”
I laughed. Not because it was funny, but because it felt like everything around me gave me a knowing nudge. I closed my eyes and took a deep breath. How long had it been since I truly did that? So, for the first time in a long while, I did something revolutionary: I poured myself a hot cup of coffee and sat by the window. Just a few minutes. Just for me. And suddenly, the day felt a little lighter.
Later, while walking without rushing (yes, without rushing) but without stopping, the cool breeze caressed my face. I felt like life was reminding me that I’m still here, that I exist beyond my responsibilities. I gifted myself a few pages of a book, listened to music that filled my soul, and for a moment, I was just me— no labels, no to-do lists.
When my role as a caregiver resumed, something had changed. My shoulders felt less tense, my heart less weary. I looked at my son and realized something powerful: my love isn’t measured only by what I do, but by how I am. And he feels that too.
Because I understood that each day has its own demands, but my well-being can’t always come last. A moment for myself isn’t a luxury; it’s a necessity.
So I ask you: Have you taken a pause today?
