
Anabella se levantó aquel día bastante desanimada. El día anterior había ido al cumpleaños de una amiga y había comido demasiado, sin contar la cantidad de bebida consumida. ¡Y la torta! En el baño se miró al espejo y descubrió que le estaba creciendo papada. Asustada se subió a la balanza y vio que había subido 500 gramos. Con un grito saliendo de sus entrañas rompió el espejo. ¿Por qué no podía ser tan delgada como sus amigas? Pensó con rabia.
Desde muy niña había estado preocupada por su imagen y quería ser como las mujeres de las revistas, pero nunca había podido cumplir ese deseo. Era bajita y tenía anchas caderas, así que contaba cada caloría y medía cada centímetro todos los días.
Ese día recibió una larga carta de un abogado comunicándole que su abuela le había dejado su vieja casa de campo. La recordaba poco, la había querido mucho de niña, pero la vida las había separado cuando sus padres se divorciaron. Harta de la ciudad y de sus amistades, pensó que ese lugar tranquilo era perfecto para empezar de nuevo.
Anabella encontró la casa acogedora, pero el jardín estaba bastante descuidado. Un día, cuando ya llevaba una semana allí, se decidió a hacer algo por él. Entre unas rosas marchitas, que había cerca de la casa, descubrió algo extraño: unos hongos blancos y brillantes, nunca antes vistos. Le parecieron lindos y poco después descubrió que brillaban a la luz de la luna.
Olvidó pronto aquel descubrimiento, estaba más preocupada por la señal de su celular que por otra cosa. No había podido comunicarse con nadie desde que había llegado. Así que decidió ir en la vieja camioneta hasta el pueblo. Allí pudo conectarse al mundo, como a ella le gustaba pensar, y abrió sus redes sociales. Entonces descubrió las fotos del cumpleaños de su amiga y quedó horrorizada de cómo se veía ella al lado de las demás chicas. Horrorizada, volvió a casa con el ánimo por el suelo.
Al entrar en la casa, se lanzó sobre la alacena y comenzó a tirar todos los frascos de dulce en conserva y toda la comida, decidida a dejar de comer por unos días a ver si así lograba adelgazar. Detrás de unas cajas encontró un viejo libro de cocina de su abuela. Las páginas estaban amarillentas, con algunas anotaciones en los márgenes, y llenas de recetas con un ingrediente común: “hongo lunar”. Aquel nombre le recordó el hongo que crecía en el jardín. Estuvo a punto de tirarlo a la basura junto con lo demás, pero leyó una frase que había escrito su abuela en la primera página: “recetas para adelgazar.”
Las recetas prometían una figura esbelta y una silueta perfecta. La curiosidad venció a la prudencia y Anabella preparó la primera receta ese mismo día: una sopa de hongo lunar. El olor le pareció asqueroso y le dio náuseas, pero si la ayudaba a ser delgada estaba dispuesta a tragarse cualquier cosa. No obstante, el sabor era terroso, casi adictivo, descubrió con sorpresa. Al día siguiente, la balanza mostraba un número menor. Anabella sonrió.
La joven empezó a comer hongo lunar en cada comida, mientras su cuerpo se transformaba rápidamente. La ropa le quedaba grande y sus amigas la felicitaron por su “disciplina”. No obstante, la euforia pasó rápido. Anabella se sentía cansada y no podía dejar de consumir los hongos a toda hora, que nunca le calmaban el hambre que sentía. Pronto se dio cuenta de que estaba enferma, sus ojos parecían más grandes, casi hundidos; su piel, pálida y translúcida.
Una noche, Anabella se despertó con un hambre voraz. Encontró la heladera vacía por lo que fue al jardín a buscar más hongos. Estaba dispuesta a comerlos crudos con tal de que le quitaran aquella ansiedad enorme. La luna llena iluminaba el lugar, revelando algo horrible. Los hongos no solo crecían en la tierra, también se extendían por las paredes de la casa, trepando por el tejado como venas palpitantes llenas de veneno.
La joven entró en la casa, aterrorizada, y abrió el libro de cocina. Esta vez, no se fijó en las recetas, sino en la letra de su abuela, que al pasar las páginas se volvía cada vez más difícil de leer. Al final del libro encontró una nota escrita con tinta temblorosa: "Los hongos lunares no te adelgazan, te consumen. Te transforman en alimento para ellos. No te dejes engañar por su belleza, es una trampa".
Anabella sintió un escalofrío. ¿Cómo no había leído lo escrito por su abuela antes? ¡Qué insensata había sido! ¿Y ahora qué iba a hacer? Trató de calmar el hambre que sentía y volvió a su dormitorio, con una noche de sueño podría pensar mejor. El aroma de los hongos que entraba por la ventana le estaba trastornando el juicio.
Al pasar por el espejo de cuerpo completo, que había instalado allí para ver los cambios en su cuerpo todos los días, se detuvo de golpe. Aterrada miró su reflejo distorsionado, casi irreconocible. Sus uñas se habían vuelto largas y afiladas, como raíces. Sus ojos brillaban con una luz blanca extraña, la misma luz de los hongos lunares. El hambre la consumía, pero esta vez no era hambre de comida, sino de tierra, de sol, de la misma sustancia de la que estaban hechos los hongos. Había empezado a convertirse en parte del jardín. Ya no era Anabella, era algo más, algo oscuro y hambriento.

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