Concurso: Cronica: El legado de mi padre
La tierra callada
El alba aún no había despuntado cuando mi padre se levantó. Las cuatro de la mañana lo encontraban ya en pie, como si su cuerpo estuviera hecho del mismo ritmo silencioso de la noche que se retira. Agarró el porrón de agua, el machete y el azadón con la naturalidad de quien empuña extensiones de su propio cuerpo. Las estancias lo esperaban, y él no era hombre de hacerse esperar.
Su sombrero de yarey lo acompañaba más que cualquier otra prenda. La camisa de mangas largas, de caqui áspero, le cubría los brazos del sol inclemente, pero también de algo más, de la pereza, de la indecencia. El hombre siempre tiene algo que hacer, decía, y por eso nunca lo vi en short ni en chancletas bajo la luz del día. El sol lo doblegaba a veces, pero solo para devolverlo a casa cargado de cogollos verdes, alimento para las bestias que también dependían de sus manos.
Los corrales eran su segundo campo de batalla. Allí, las horas se le iban entre ubres inflamadas, terneros con lombrices en el ombligo y puercas a punto de parir. La tierra y los animales no daban tregua, y él tampoco. Después, el baño rápido, la siesta breve. Cuando dormía, la casa entera contenía el aliento. Los muchachos aprovechaban para escabullirse, sabiendo que, al despertar, todo volvería a su orden implacable.
Esa tarde, se sentó en el taburete, recostado contra el horcón, con un montón de mazorcas entre las piernas. Las tusas caían una a una, secas y doradas, como pequeños pedazos de tiempo desperdiciado. Mami, en su rincón, ventía maní tostado para los turrones de la noche. De pronto, dijo: El Alfredo necesita un pantalón, ya está muy grande para andar en short.
Él calló. No era silencio de acuerdo, sino de impotencia. Dos pesos por una vara de tela podían ser un mundo. Él sabía de sembrar, de criar, de arrancarle algo a la tierra, pero no de dinero. ¿A quién voy a venderle si todo el mundo tiene su puntica de maíz?, rezongaba. Mami, en cambio, bordaba canastillas en su máquina de cinco pespuntes, y de ahí salían los milagros, la tela, los hilos, la supervivencia.
Estaba brava desde aquel sombrerazo que él le había dado a Alfredo por botar un peso. Un gesto áspero, pero justo en su lógica implacable. Para tener de todo hay que trabajar, tener valor y trabajar, repetía, como si las palabras pudieran llenar los huecos que dejaba la realidad. Él es un niño, dijo mi madre.
Ahora, sentado, las manos ocupadas pero la mente lejos, recordaba las palabras de su hermano. Todos nos vamos a la ciudad, allí no hay que doblar el lomo. Él no entendía ¿cómo un hombre podía vivir sin sudar la comisa, sin mirar hacia atrás y ver el surco recto, la mata crecida, el fruto de su esfuerzo, Cómo podían vivir de robar al otro?.
Se mortificaba por todo. Por el pasado que no volvía, por el presente que se le escapaba, por el futuro que ya no le pertenecía. Él estaba viejo, y lo sabía. Viejo sin nada y con seis hijos que mantener
Al caer la tarde, tiró las tusas al suelo, derrotado. Lo que falta es valor para hacer lo que nos toca, masculló. Y allí seguía, el hombre, pegado a la tierra; al sudor y la memoria, preguntándose en voz baja qué demonios había hecho mal.
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