El resplandor irrumpió de súbito por la ventana para dar paso a la oscuridad más absoluta. Tocó el bisel de su reloj de pulsera, esperando en vano la tenue luz en la pequeña pantalla de alta resolución. Lamentó el fallo de la ultra tecnología portátil, incapaz de resistir los efectos invisibles del antiguo y recurrente rayo en los cielos, compañero perenne del trueno y de la lluvia consecuente.

No obstante, ni el trueno, ni la lluvia se hicieron presentes. Algo raro en el ambiente, un olor incipiente a azufre que se colaba, acreciendo con fuerza por doquier, disparó en él, el instinto primitivo adormecido por la modernidad de un estilo de vida artificial.

―¡Madre mía! ¿Qué pasa?

Otro resplandor salió al encuentro de sus palabras, como si intentara desbocar el miedo contenido en el joven.

―¡Tranquilo, Phobos! ¡Aquí no hay nadie más que tú!

El aullido de un perro en la lejanía rompió la monotonía del silencio casi impenetrable, al no ser por los latidos acelerados en su pecho. Sintió el frío del sudor profuso en sus axilas. Era consciente de la irracionalidad de sus temores.

―¡Estoy seguro! ¡Cálmate, hombre! ―, susurró entre dientes en medio de la amplia sala de su apartamento de soltero.

Por lo general, cuando él apagaba las luces interiores para irse a dormir, sus ojos se aclimataban rápido, ayudado por la claridad adyacente. Dedujo un apagón general, pero incluso, en otras ocasiones, jamás la negrura había llegado a ese extremo. Ni que decir, de tan desagradable olor, ahora, más intenso y nauseabundo.

Recordó los cuentos de camino del abuelo. Espantos y brujas a la caza de los incautos transeúntes de las calles.

―¡El cerrojo! ―, gritó despavorido, mientras daba traspiés hasta que llegó a la puerta, y maldiciendo al sistema domótico desactivado por el apagón.

El aire se hizo más denso y húmedo, dificultándole la respiración. Dos chasquidos metálicos. Había asegurado la puerta con los sólidos barrotes internos de titanio.

―¡Qué bruja o espanto puede traspasar esta puerta! ―, sonrió nervioso.

―¿Estás seguro?

―¡Mamá! ―Gritó a todo pulmón hasta caer exhausto sobre sus rodillas.

Un tercer relámpago iluminó la sala, y allí, parado en frente de él, una figura similar a él, lo observaba con fijeza con ojos familiares hasta quedar de nuevo a oscuras.

―¿Qué eres, y qué quieres de mí?

―¿Por qué las preguntas? Sí, tú me conoces bien. Mejor que nadie.

―¿Eres mi sombra? La peor parte de mí que regresa del pasado. ¡Debo estar soñando!

―No sueñas ―respondió la presencia interrumpiéndole. ―Vengo en tu auxilio, esta vez.

―¡No te necesito! ¡Te odio!

―De parte de mamá. Ella dice que te ha perdonado. Que la dejes ir de una vez.

De nuevo el relámpago traspasó la ventana, empujando a la sombra sobre el joven arrodillado, quien lloraba intensamente. El pitido en el reloj de pulsera antecedió al destello colorido de la pequeña pantalla. El trueno y la lluvia cayendo a cántaros, limpiaban la tierra de sus culpas.