Sí, por mucho tiempo soñé con ser el arquitecto de mi entorno. Todo dispuesto para satisfacer mis caprichos. El problema es que no contaba con la competencia. Con cada intento, el vecino frustraba mis planes y acciones. Recuerdo la vez en que quise sembrar un árbol de caoba en el patio trasero de mi casa colindante al del vecino, y este me denunció con la municipalidad. Justo, cuando abría el foso, un policía llegó con la orden de paralización. ¡Quién me mandó de bocón! Alardear de la sombra futura, sin reparar en las frondosas raíces superficiales, traspasando la cerca perimetral.

Al vecino se sumaban más de uno de mis compañeros de trabajo. Quienes fingían ser mis amigos, pero que al momento en que me promovían de cargo, fueron capaces de boicotear con mentiras algo en que soñaba y casi logré. Bueno, entiendo, mas no lo justifico. Otra vez, ¿quién me manda de sincero al contarles de mis planes para revolucionar el funcionamiento de la oficina? No quieren cambios abruptos, solo pequeños acomodos.

Pensé en vender la casa y renunciar al trabajo. ¿Y, por qué no? Hasta mudarme de ciudad, pero el bolsillo no me daba para tanto. Sueños subvertidos por la cruel realidad. Y, además, por otro lado, no quería alejarme mucho de mis padres y hermanos. Al final, allí, en su casa, encontraba refugio para desahogar mis frustraciones. Mamá, callada, cocinaba ricos pasteles para acompañar al capuchino vespertino. Mi padre, en el sofá, releía el viejo libro obsequiado por el abuelo, una y otra vez, como si sufriera de Alzheimer, y mi hermano, revoloteaba el bolígrafo entre sus dedos, viéndome fijo, como perdido en sus pensamientos, mientras finge escuchar mis quejas. Al menos, no me sabotean en directo.

Si tuviera dinero, compraría la casa del vecino, el negocio en donde trabajo, e incluso, me lanzaría en la próxima elección para alcalde. Mis competidores…, ¡ay, de ellos!

Todos los viernes compró el boleto de lotería. ¿Quién sabe? Cualquier lunes de estos, los sueños se tornen en la realidad que aspiro.