Yo veía a madre casi como una santa. No sólo porque fuera una ferviente profesante católica, que asistía a la “santa misa” con una observancia constante, oraba diariamente y nos bendecía a todos. Sino porque era un ser abnegado, entregado silenciosamente a su labor doméstica, o atendiendo a su madre, ya muy anciana y enferma, que se había traído a casa.
También porque su atención hacia mí era angelical. Mis afecciones respiratorias, fiebres y resacas (ya mayorcito) recibían de ella el más amoroso y sutil tratamiento. Desde la “refriega” (como se le decía) en el pecho con el célebre “Vicks VapoRub” hasta la agüita de papelón con limón.
Sentí siempre su piel tierna (me gustaba acariciarle sus codos) y, sobre todo, su amor preocupado por mí, yo que fui siempre el “despegado” y el “rebelde”. Ella, pese a su angustia y dolor, siempre sentí que me acompañaba.
Su muerte, hace ya muchos años, producto de ese mal que se conoce como “diabetes”, me dejó casi huérfano durante años. La he recordado a través de mis modestos poemas. Y hoy la convoco, en mi corazón y pensamiento, junto a mis hermanas Berta y Flor, casi madres también, que descansan en paz.





