Algunos amigos de la comunidad me sugirieron que dividiera el capitulo en fragmento para facilitar la lectura de aquellos que no disponen de mucho tiempo .Es una escena de transición que muestra a Eirene en un momento íntimo, marcado por el insomnio, las sensaciones y una presencia que apenas empieza a insinuarse.
Espero que lo disfruten.
Aquella noche desperté sin saber por qué.
No hubo un trueno. No hubo un grito. Ni siquiera un malestar físico que pudiera culpar. Solo abrí los ojos como quien ha sido llamado por algo que no se dice en voz alta.
Y aunque intenté volver a cerrar los párpados, ya no pude.
Sentía el corazón golpeando lento pero firme, como si hubiese corrido en sueños. Las sábanas se aferraban a mis piernas. La habitación, aunque quieta, parecía más angosta que de costumbre.
No fue el sonido. No fue una llamada. Solo una pesadilla que, aunque quisiera no le encontraba claridad.
Me quedé un rato en la cama, mirando el techo apenas visible en la penumbra. Respiré despacio. Intenté escuchar si algo se movía fuera. Nada. Solo el zumbido bajo de la noche y el crujir del techo, como si la madera se estirara en sueños.
Volví a cerrar los ojos.
Me acomodé del lado izquierdo. Luego del derecho. Arropada. Descubierta. Probé contar hasta diez.
Nada.
El sueño se había ido como el agua entre los dedos. No con sobresaltos, sino con esa claridad maldita que a veces se instala de madrugada y no da tregua.
La habitación estaba sumida en esa penumbra espesa que solo se da entre las 2 y las 3 de la madrugada, cuando la noche parece más larga de lo que en verdad es.
El aire estaba tibio, pero no del todo cómodo. Una de esas temperaturas ambiguas que no sabes si agradecer o maldecir. Las paredes devolvían un olor tenue a polvo seco y madera vieja, como si el lugar conservara la memoria de días más calurosos.
Desde la repisa, el cuenco de arcilla que usaba para el agua reflejaba un punto pálido de luz, proyectado desde la rendija de la ventana. Al lado, el mechón de lavanda que había colgado semanas atrás empezaba a perder color, aunque aún soltaba, en los movimientos justos, su aroma suave y quebradizo.
El techo crujía, como si también estuviera despierto.
Me levanté. No tenía sentido seguir fingiendo que dormiría.
Me senté en la cama y apoyé los pies en el suelo. Cuando me senté, las sábanas estaban húmedas. Mas que el sudor en sí, me llenaba una especie de temblor interno que no se decidía a irse.
Recordaba imágenes, apenas eso.
Una campana
Guerreros sin rostro, envueltos en polvo.
Un árbol caído sobre una torre
Y una presencia, grande como el cielo… pero sin forma
Tardé un momento en ponerme de pie. A veces lo hago así, como si pudiera engañar al tiempo con pausas.
Busqué mi capa ligera y salí al patio.
Afuera, la noche tenía el olor limpio de la piedra mojada, aunque no había llovido. El suelo aún conservaba el calor del día, pero el aire era frío en la piel, como si el mundo estuviera exhalando lentamente después de haber contenido la respiración por horas. Los arbustos del borde del patio parecían más grandes como si la sombra de la noche les hubiera dado otra forma. El pozo, al centro, era una boca negra y quieta. Y más allá, el limonero —torcido por los años y el viento— extendía sus ramas delgadas como dedos que quisieran alcanzar algo invisible
Me senté en el borde del pozo, con las piernas cruzadas y los hombros recogidos bajo la tela. Me gustaba estar ahí, en silencio, cuando todo el mundo dormía. A veces uno necesita que el mundo se apague un poco para poder escucharse.
—¿No podías dormir?
La voz me sobresaltó apenas. Era Auren.
Estaba sentado en el banco de piedra, junto al limonero torcido, con una taza humeante entre las manos. No lo había visto.
—No —respondí, encogiéndome de hombros—. Supongo que me desperté, y ya no tenía caso seguir fingiendo que dormiría.
—Ya veo —murmuró, como quien ya lo sabía—. A mí me pasa a veces y me levanto a ver si el mundo sigue ahí.
—¿Y lo hace?
—Hasta ahora, sí.
Me acerqué en silencio y me senté en el extremo del banco, sin preguntar. Él tampoco dijo nada más. Me ofreció la taza con un gesto, y tomé un sorbo.
Tilo y menta. Caliente, pero no tanto como para hacer daño. Como esas palabras que uno agradece porque no vienen con juicio.
—¿Te molesta si me quedo un rato? —pregunté. Yo también vine a ver si las estrellas seguían ahí. Dije mientras alzaba la vista
—Están —respondió tras una pausa—. Pero algunas… algunas miran raro esta noche.
Reí. No porque fuera gracioso, sino porque no supe qué otra cosa hacer con esa frase.
El silencio volvió. No el incómodo, sino el otro. El que se sienta contigo sin pedir permiso. Y así nos quedamos por un tiempo.
Al cabo de un rato, Auren se incorporó. Me devolvió la taza y se estiró despacio, como hacen los hombres a los que ya no les preocupa que les crujan los huesos.
—No te duermas aquí —dijo, recogiendo su manta—. La piedra guarda el frío.
—No planeo quedarme mucho. Capaz se te ocurre mandarme a buscar hierbas otra vez y me haces madrugar.
Auren río, con esa malicia suave que usan los viejos cuando saben que ya no tienen que disculparse por nada.
Me quedé igual. Solo un poco más.
Después, entré sin hacer ruido. Dejé la taza donde siempre y volví a la cama. Esta vez, el sueño vino lento, como una disculpa.
Y por fin descanse.
(FIN DEL FRAGMENTO 1)
A veces, lo más importante no es lo que pasa, sino lo que empieza a sentirse.
(Pronto, la segunda parte del capítulo.)