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"No, no, no...", musitó Alejandro De La Vega mientras tachaba los borradores del primer capítulo de su libro.
Era una mañana de agosto de 1922 en una cafetería concurrida del Boulevard Saint-Germain, en París, Francia. Desde hace meses, Alejandro había intentado trasladar al papel una serie de ideas para su primera novela desde que llegó a París, huyendo de la asfixiante vida de la alta sociedad mexicana.
Sus padres, un conocido diputado y una dama de alta sociedad, querían que estudiara leyes en la Universidad Nacional de México. Al principio, Alejandro se atuvo a los deseos familiares; se esforzaba por comprender la estructura de la ley, su interpretación y aplicación. Por desgracia, siempre se estrellaba contra el muro, en parte por su inclinación a la literatura y al arte, áreas que su familia consideraba como pasatiempos más que como formas de ganarse la vida. Áreas que él de vez en cuando exploraba mientras se quedaba a escuchar las clases de poética y dramática en sus horas libres.
Fue su amigo Ricardo quien lo instó a perseguir sus sueños; le habló de París, la tierra de los sueños. Le habló de sus paisajes, de sus escritores, de la vida bohemia, de grandes escritores e intelectuales como F. Scott Fitzgerald, Gertrude Stein, James Joyce y John Dos Passos, cuyas obras eran una revolución para la mente y los sentidos.
Entusiasmado estaba él en la idea que no dudó en hablar con su padre.
Mala idea.
Su progenitor expresó con violencia su decepción al descubrir que su hijo prefería codearse con vagabundos que estudiar una carrera que le generaría un nombre y un prestigio. Alejandro defendió su sueño, diciendo que varios escritores se han hecho de nombre y prestigio a través de sus obras, y que si ellos lograron lo que la familia tanto quería de él, ¿por qué no podría hacer lo mismo?
Su respuesta provocó que su padre le propuso un reto: podría irse a París sin más dinero que el boleto de ida. Si en un año no regresaba con el éxito esperado, entonces tendría que renunciar para siempre a lo que llamó "sueños inútiles sin oficio ni beneficio" y enfocarse en la carrera de leyes. Alejandro no dudó en aceptarlo; tenía fe en sus habilidades como escritor para lograr convencer a su padre que la literatura y el arte también podían permitirle llevar una vida cómoda.
De eso pasaron tres meses... Y lo único que ha logrado fue colocarse como asistente de un editor. Su primera novela apenas estaba en pañales; tenía varias ideas, pero ninguna lograba agradarle del todo.
¿Qué estaba haciendo mal?, ¿habría estado demasiado ciego como para no darse cuenta de que escribir una historia requiere un esfuerzo mental? ¿Debió acaso esperar a terminar la carrera de leyes y ejercerla por un tiempo antes de dedicarse en cuerpo y alma a la literatura?
Esas y varias dudas lo empezaron a invadir conforme se sentaba en el escritorio del pequeño ático en donde vivía, contemplando las teclas de la máquina y hoja en blanco colocada de manera cuidadosa en el instrumento.
Con un suspiro, el joven estiró las manos antes de empezar a teclear, dejándose llevar por su imaginación. Podría ver aquello como un ejercicio literario, como una forma de pulir su estilo narrativo; quizás se la dé después a Simone, su jefe, para que le diera su opinión.