[Una huella feroz]
La huella ha de ser feroz, no un latido leve, no una discreción, no un murmullo de pulcra densidad que avanza hacia ninguna parte, no esa breve interlocución, esa rémora apoltronada que deambula y deambula sin rumbo fijo. No.
La huella ha de ser un rayo, un golpe ungido de espesor, un núcleo sobrecargado de energía, un hacha que macera la espesura y limpia el trillo, avizorando sitios de tan ondas vibraciones que estremezcan y percutan en la memoria de aquel, de aquellos que la reconocen, la nombran, la celebran.
Hay en la huella una persistencia, un tempo, una distancia, un ritmo de sosegados trancos, pues allí donde la huella se personifica, no puede haber prisa ni interpelaciones vacuas, no, solo hay dignidad en ella y mandamientos que llegan desde el Monte Sinaí y gracia divina y salutaciones y benditas aguas cayendo hacia las profundidades de la Tierra.
Puede que el hombre no deje el espesor, el aliento de una herencia, la servidumbre de los objetos que acumulamos con la furia de un agujero negro; puede que no sostenga, al morir, la moneda que refulge, la certeza de un imperio conquistado; puede que en su ataúd no se acumulen las alabanzas o el fulgor del aplauso. Puede ser. Sucede siempre.
La huella no necesita las herencias, no busca imperios, no desata, necesariamente, aplausos o alabanzas, no porta el refulgir de la moneda.
La huella es nítida y al ser nítida —como las auroras boreales o los desiertos— se sumerge atrios y ventrículos, anida en las ranuras, en los hemistiquios de la selva, fabulosa entre los manantiales, abierta al verdor de los hallazgos, abierta a un álgebra de números infinitos, abierta a un ángulo tan recto que demuda el grito.
Algo eterno yace en la huella, algo enemistado con la parvedad.
Todo es azoro y diamante.
Todo es gravitación y nuclear en la huella.
El hombre deja una o múltiples huellas y no solo ha de ser feroz, también ha de ser un ventanal, un río, una planicie, una terca revelación de su bondad.
La huella es la consagración de nuestros días, es salutación y emblema.
Es alta, es magnánima.
La huella ha de ser feroz, sin esa ferocidad, el hombre dejará —tan solo— un túmulo sensible a las reverberaciones de la Tierra.
Ha de ser plantada como una semilla, pues la semilla es inamovible y el árbol subsiguiente es inamovible.
Nunca sabremos qué corazón, qué rotundo universo abrirá, pero nuestra huella nos conduce al único sitio, al único esplendor que signará nuestro humilde tránsito sobre la Tierra.
Mérida, junio 11 de 2025