Andrés se despertó con el sol filtrándose a través de las cortinas. Medio dormido, se desperezó y caminó descalzo hasta el ventanal de su departamento en el piso 8. Ahí estaba, como siempre, majestuosa y eterna: la cordillera de los Andes. Pero esa mañana tenía algo especial. El cielo estaba despejado, sin una sola nube que interrumpiera la vista, y el sol recién nacido pintaba las montañas de un dorado casi irreal.

Se apoyó en el vidrio, café en mano, y se quedó contemplando. Cada día la misma escena y, sin embargo, nunca se aburría. Desde ahí, Santiago parecía un tablero de ajedrez infinito, con sus calles que serpenteaban entre edificios y parques. Pero la cordillera… la cordillera era otra cosa. A veces le parecía que estaba viva, que respiraba junto a la ciudad, que observaba silenciosa el ir y venir de los autos y las personas, como un guardián de piedra.
Se acordó de su infancia en el sur, cuando las montañas eran solo postales en los libros de geografía y promesas de viajes que aún no habían sucedido. Ahora eran parte de su rutina, de su día a día. Sin embargo, cada vez que las miraba, sentía el mismo asombro de la primera vez.
Tomó otro sorbo de café y sonrió. No importaba cuántos años viviera ahí, siempre habría mañanas como esta, en las que la cordillera le recordaría lo afortunado que era de despertarse con una vista que pocos en el mundo podían disfrutar.
Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.