En una esquina del Parque Rivadavia, justo donde el viento hace remolinos con hojas secas y el murmullo de los mateos se mezcla con risas de chicos, Andrés abre su puesto todas las mañanas. No vende cosas nuevas. Vende tiempo. Vende memoria.

Su puesto de revistas es un refugio de papel amarillento, con tapas que gritan titulares de otro siglo. “Maradona se va al Napoli”, “Charly rompió todo en el hotel”, “El cometa Halley vuelve en el 86”. Son retazos de pasado que Andrés organiza con mimo, como quien acomoda fotos de familia.
“Esta te la leí yo cuando me escondía para no hacer la tarea”, le dice a un cliente mientras le pasa una vieja Fierro. “Y esta otra se la llevaba mi viejo para leer en el bondi.”
Los domingos son los mejores. Aparece gente que nunca pensó que volvería a ver la revista de Manualidades que usaba la abuela, o aquella Gente donde salía la boda de Carlos Menem. Andrés no se ríe; escucha, asiente, y envuelve la revista con una bolsita como quien entrega un recuerdo sagrado.
Una vez vino una nena con su mamá. Tenía seis años y buscaba “algo con dibujitos viejos”. Andrés se agachó, rebuscó bajo una pila y sacó una Anteojito del '89. La nena la miró con asombro: “¡Estos dibujitos son más viejos que mi abuelo!” Andrés sonrió y dijo, como quien guarda un secreto: “Pero todavía saben contar cuentos”.
El puesto no tiene luces ni pantallas. Solo papel, silencio y Andrés, que cada día da clases de nostalgia sin querer. Y aunque el mundo siga girando rápido, su rincón en Parque Rivadavia es como un reloj detenido que late con tinta y recuerdos.
Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.