En el barrio de Villa del Parque hay una fiambrería que no pasa desapercibida. Se llama “El Corte Justo” y su dueña, Dora, tiene más pinta de escritora que de fiambrera.

Dora tiene 67 años, pelo recogido con hebilla y una sonrisa que parece hecha de dulce de leche. Cada mañana, después de acomodar los salamines, el queso pategrás y la mortadela con pistacho, se toma un matecito y sale con su marcador indeleble a escribir en la pizarra que cuelga justo al lado del toldo rayado.
Sus mensajes no son cursis ni recortados de internet. Son como ella: sinceros, alegres, y con un poquito de ironía porteña. Un martes cualquiera escribió: “Si la vida te da limones, hacete una picada. Y compartila.” Otro día, cuando llovía como si el cielo estuviera lavando culpas, puso: “Hoy es un buen día para ponerle jamón al enojo.”
La gente empezó a parar, primero por curiosidad, después por necesidad. Taxistas que frenan dos minutos para leer, chicos que pasan camino a la escuela y señoras que ya no compran fiambre en otro lado, no por el precio sino por las palabras.
Un día llegó un hombre de traje, con cara de cansado. Leyó el mensaje de ese jueves: “No todo está perdido: la mozzarella sigue existiendo.” Sonrió por primera vez en semanas, entró, pidió cien gramos de queso y se fue diciendo “gracias, necesitaba leer eso.”
Dora no se hace la importante. Dice que escribe lo que le sale del corazón y del estómago. Y aunque la pizarra se borra con el viento o con las manos de los chicos que juegan al fútbol cerca del kiosco, siempre vuelve a llenarse, como si cada palabra de Dora tuviera un poco de magia, esa que no hace ruido pero transforma días.
Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.