Esta es la historia de los Ortega. Una familia de Maracay que antes de que todo se pusiera cuesta arriba, vivía sin lujos pero con las risas siempre encendidas. Arepas por la mañana, música en la sala, y discusiones sobre quién iba a fregar los platos.

Pero en el 2017, la cosa se torció feo. La crisis apretó duro. La mamá, Doña Marina, mandó a su hijo mayor, Luis, a probar suerte en Perú. “Tú sabes trabajar duro, hijo. Yo confío en ti”. Después fue la hija menor, Paula, que se fue con unos panas a Chile. Al poco tiempo, el papá, Don Gustavo, agarró rumbo a Buenos Aires con la promesa de un trabajito en una carpintería. Marina se quedó, aguantando la pela, esperando que algún día se pudiera juntar la familia otra vez.
Pasaron años, video llamadas con señal de chicle, cumpleaños a distancia, lágrimas guardadas tras cada “te extraño”. Pero los Ortega tenían algo que ni el dólar ni la inflación podían quitarles: esperanza.
Entonces llegó el 2025.
Luis, que ahora hacía delivery en bicicleta por Lima, logró sacar pasaje para Buenos Aires con unos ahorros y ayuda de sus compas. Paula, ya trabajando en un café de Santiago, también armó maletas. Y Marina, la doña fuerte, vendió lo último que le quedaba en Venezuela y se lanzó con todo y fe.
El 3 de marzo, en Retiro, entre buses y gente apurada, se dieron ese abrazo que les debía la vida. Lloraron sin pena. Hablaron como si nunca se hubieran ido. Fueron juntos a comer empanadas en un lugarcito que Don Gustavo conocía. Reían de nuevo, juntos. Era como volver a respirar completo.
Y aunque les tocó empezar de cero, sin papeles, sin casa fija, los Ortega sabían que nada les faltaba. Porque ahora sí estaban juntos.
Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.