Recuerdo, de niño, como mi abuelo contaba orgulloso sobre su visita a las Cataratas del Niágara, como contaba sus peripecias y mostraba sus fotos como grandes trofeos de vida. Hablaba con tanto deseo que al parecer la vida lo premió con una segunda visita para que viera con sus propios ojos el increíble salto de agua por segunda vez, que catálogo como lo más impresionante que había contemplado.
Pero cuando uno es niño fantasea con esas historias; pero no conoce su verdadera magnitud, ni se imagina las sensaciones vividas que activan cada parte de tu espíritu, preña el alma de sensaciones maravillosas.
Así me sentí visitando el El Salto del Guayabo, en los Pinares de Mayarí. Al llegar solo se escuchaba el zumbido del agua precipitándose y estrellándose contra las grandes rocas de la base, después nos recibió una tierra bien colorada que aún no se cae de las ropas y después la vista, el balcón, los miradores. Pura terapia para limpiar es espíritu.
Los demás detalles del viaje los omito, ¡vívanlo!, para que no les pase igual que en mi niñez.
Hoy El Salto del Guayabo se ha convertido en mi Niágara. Salvando las distancias, claro.