**Lima - La Ciudad de los Reyes, 1819. **
La atmósfera en Lima estaba cargada de tensión, como un cielo en el umbral de una tormenta. Las ideas de libertad y emancipación serpenteaban por los salones y plazas, susurradas en tertulias clandestinas a pesar del férreo control de las autoridades españolas. Desde la partida de José Fernando de Tabascal en 1816, Joaquín de la Plazuela asumió el mando como virrey, manteniendo una vigilancia implacable sobre cualquier movimiento que amenazara el orden colonial. En los años siguientes, la figura del comandante militar de Lima, José de la Sierra, comenzó a cobrar mayor influencia; su presencia temida extendía una sombra sobre la ciudad como un presagio de la represión.
Lukas Vega, hijo de Juan Vega y María Huamaní, avanzaba con paso decidido por las calles adoquinadas, apretando contra su pecho sus libros de medicina, como si en ellos hallara la fortaleza que necesitaba. A sus dieciocho años, se había ganado un lugar en la Real Universidad de San Marcos, donde su entusiasmo y talento habían conquistado el respeto de maestros y compañeros. Fundada en 1551, la universidad era un baluarte de conocimiento y debate, un faro en la incertidumbre que envolvía al continente. Sus aulas, un crisol donde se fundían ideas que, como brasas incandescentes, comenzaban a incendiar las mentes de una generación ansiosa de cambios.
Durante la semana, Lukas habitaba una casa amplia y ostentosa en Lima Cercado, una propiedad que sus padres habían adquirido para las temporadas en que decidían permanecer en la ciudad. Al caer el viernes, regresaba a la hacienda Punchauca, al norte de Lima, para pasar el fin de semana junto a su familia, volviendo temprano los lunes para asistir a sus clases. Punchauca, con sus campos verdes y su atmósfera de sosiego, era su refugio, un rincón donde la agitación de Lima se diluía en un eco lejano.
Inspirado por las enseñanzas de sus profesores y los ideales de libertad que comenzaban a florecer en la ciudad, Lukas se dedicaba con fervor a sus estudios, determinado a convertirse en médico y científico. La epidemia de fiebre amarilla que había asolado Lima el año anterior dejó una marca indeleble en la ciudad y en el corazón de Lukas. Las calles, otrora bulliciosas, se habían transformado en silenciosos cementerios, y la muerte, implacable y despiadada, deambulaba a plena luz del día. Fue entonces cuando Lukas juró que haría cuanto estuviera en sus manos para combatir tales males, dispuesto a prepararse para enfrentar futuras epidemias con mayor eficacia.
La llegada de medicinas desde España era un proceso exasperante, plagado de obstáculos. Las distancias, las guerras y los peligros del mar hacían casi imposible recibir ayuda de manera oportuna. Las boticas locales, apenas abastecidas, se tornaban insuficientes ante la magnitud de la crisis. Lukas, testigo de esta realidad, decidió que solo el conocimiento y la preparación podrían cambiar el destino de su patria. Se juró a sí mismo estudiar con el mismo ardor con el que otros empuñaban espadas, pues su lucha sería contra la enfermedad y la ignorancia.
Aquella tarde, tras concluir su clase de medicina natural con el renombrado profesor Humberto Unanue, Lukas decidió quedarse un momento para charlar sobre algunas plantas medicinales. Unanue, conocido por su pasión por la medicina natural y su profundo conocimiento de la flora peruana, compartió con Lukas sus saberes sobre las propiedades curativas de diversas especies autóctonas. Conversaron sobre la quinina, extraída de la corteza del árbol de la quina, el remedio por excelencia contra las fiebres, y también sobre otras plantas menos conocidas, cuyos secretos aún aguardaban ser descubiertos.
Satisfecho con la conversación y viendo aproximarse el ocaso, Lukas decidió alistarse para el viaje a Punchauca. Guardó sus libros y plumas en las alforjas de su caballo y emprendió el camino hacia el norte. El trayecto de aproximadamente treinta kilómetros lo llevaría por senderos de tierra y campos de cultivo, atravesando el caudaloso río Rímac, que en esta época del año reposaba en calma, como si descansara de las furias invernales. Los campos que flanqueaban el camino, con sus hileras de maíz y hortalizas, se extendían como un tapiz bordado con esmero.
El sol de septiembre, tibio y dorado, bañaba las calles a la salida del campus universitario. Lukas, ya encaminado en la larga ruta, sentía en el rostro la caricia del viento primaveral, impregnado del aroma de las flores y el murmullo de la naturaleza despertando de su letargo invernal. Cada paso de su caballo resonaba con un eco de anticipación, como si el destino mismo conspirara para guiarlo hacia un porvenir cargado de desafíos y revelaciones.