Cuando cierra la puerta del armario, siente que no ha escogido el mejor escondite. Odia la oscuridad, y además sabe que aquí le van a encontrar. Los latidos del corazón le retumban como golpes de tambor. Intenta calmarse, repitiendo en un susurro la canción que ha aprendido hoy en el colegio.
Acerca el ojo izquierdo a esa afilada línea de luz que entra por la cerradura. La habitación está en penumbra, no puede ver gran cosa, pero sabe que están ahí fuera. Lo siente. Casi puede aspirar el hedor insoportable de su aliento. Y el hedor nunca viene solo. La imagen de esa grotesca faz llega a su mente con un impacto tan repentino que le eriza la piel de todo el cuerpo.
Escucha un ruido. Leve. Algo se ha movido ahí fuera. Aguanta la respiración para concentrar todos sus sentidos en el oído. Nada. Silencio. Empieza de nuevo con su canción susurrada: “Un elefante se balanceaba…” cuando de repente algo cruza el fino haz de luz. No puede evitar dar un respingo. Su corazón se lanza de nuevo al galope, descontrolado. Tira del cuello de la camiseta hasta cubrirse el rostro. Mientras se balancea adelante y atrás, repite la canción casi como un mantra. Lo van a encontrar, seguro. Saben que está ahí.
—Mamá ayúdame, por favor. No me traiciones ahora. —Susurra tembloroso.
La puerta se abre de sopetón provocándole un susto de muerte. Es el espeluznante monstruo, y al lado, su madre.
—¡Sal del armario ahora mismo y dale un beso a tu tía!
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¡Ánimo!