Burning one of my many stars of nostalgia, as that noble poet of the roads once said, whose perseverance and wise objectivity earned him the laurels of the Nobel Prize, the beloved teacher, Hermann Hesse, comes to mind today - and I want to take advantage of it, before, with the same speed, it disappears forever - one of those singular scenarios, that, when I was just a boy who began to feel an atrocious hunger in life and saw the world as a succulent chocolate cake, made me dream of impossible stories, offering me, in passing, the bitter fruit of the temptation by the supernatural: that languid monastery, of forgotten memories, existential dramas and terrifying legends, which, inexorably anchored to the flow of the slow current of a river, the Duero, continues to watch life pass by with monotonous languor.
Dedicated to the figure of that symbolic thunder of a solstice, the summer solstice, which we already practically have around the corner, is that of Saint John, a monastery that combines, in its long existence, the details of two codes, the artistic and literary, far from repelling each other, like the equal poles of a magnet, complement each other, in the manner of a Yin and a Yang, becoming a metaphorical Ouroboros, in which fiction and reality, making the assertion good of Shakespeare that there are more things in heaven and on earth than our imagination can dream of, gave rise, at the sickly hand of a Becquer, whose life was already about to reach the twilight of the just, to one of the most beautiful, although terrifying legends, which, regardless of the inexorable passage of time, have remained indelible in the memory of men: 'The Mountain of Souls'.
Quemando una de mis muchas estrellas de la nostalgia, como dijo en cierta ocasión aquel noble poeta de los caminos, cuya perseverancia y sabia objetividad le hicieron alcanzar los laureles del Premio Nobel, el querido maestro, Hermann Hesse, hoy me viene a la mente -y quiero aprovecharlo, antes de que, con la misma celeridad se aleje para siempre- uno de esos singulares escenarios, que, cuando era apenas un muchacho que comenzaba a sentir un hambre atroz en la vida y veía el mundo como un suculento pastel de chocolate, me hizo soñar con historias imposibles, ofreciéndome, de paso, el fruto amargo de la tentación por lo sobrenatural: ese lánguido monasterio, de recuerdos olvidados, dramas existenciales y pavorosas leyendas, que, anclado inexorablemente al fluyo de la parsimoniosa corriente de un río, el Duero, continúa viendo la vida pasar con monótona languidez.
Dedicado a la figura de ese simbólico trueno de un solsticio, el de verano, que ya prácticamente tenemos a la vuelta de la esquina, es el de San Juan, un monasterio que conjuga, en su longeva existencia, los pormenores de dos códigos, el artístico y el literario, lejos de repelerse, como los polos iguales de un imán, se complementan, a la manera de un Yin y de un Yang, convirtiéndose en un metafórico Ouroboros, en el que la ficción y la realidad, haciendo buena la aseveración de Shakespeare de que hay más cosas en el cielo y en la tierra de las puede soñar nuestra imaginación, dieron lugar, de la mano enfermiza de un Bécquer, cuya vida ya estaba a punto de alcanzar el ocaso de los justos, a una de las más bellas, aunque terroríficas leyendas, que, sin importar el paso inexorable del tiempo, ha permanecido indeleble en la memoria de los hombres: ‘El Monte de las Ánimas’.
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