George Miller es uno de esos directores que han formado parte de nuestras vidas desde el principio, con películas que, en distintas décadas, han marcado nuestra existencia. Aunque da la sensación de que siempre ha estado ahí, su trayectoria no es demasiado prolífica: diez largometrajes de ficción entre 1979 y 2022 (todos ellos, eso sí, escritos, dirigidos y producidos por él). En sus primeros títulos, su nombre va ligado al de Mel Gibson, protagonista indiscutible de la trilogía inicial de Mad Max: Mad Max, salvajes de autopista (Mad Max, 1979), Mad Max 2: El guerrero de la carretera (Mad Max 2, 1981) y Mad Max 3, más allá de la cúpula del trueno (Mad Max 3: Beyond Thunderdome, 1985). Después vinieron la comedia fantástica Las brujas de Eastwick (The Witches of Eastwick, 1987), en cuyo guion no participó, y el melodrama El aceite de la vida (Lorenzo’s Oil, 1992), pero lo más sorprendente fueron sus tres siguientes largometrajes, todos ellos destinados a un público infantil: Babe, el cerdito en la ciudad (Babe: Pig in the City, 1998), segunda parte de Babe, el cerdito valiente (Babe, Chris Noonan, 1995), película de la que fue guionista y productor, pero que no dirigió, y las dos entregas de Happy Feet (2006, 2011).
Y así había quedado la filmografía de George Miller, que había obtenido un par de nominaciones al Oscar por los guiones de Babe y El aceite de la vida, e incluso llegó a ganar el Oscar a la mejor película de animación por Happy Feet, hasta que, en 2015, estrenó una obra maestra indiscutible titulada Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road), una película espectacular, sin concesiones, visualmente perfecta, que, salvo sorpresa de última hora, va a ser su gran aportación a la Historia del Cine. Aunque Miller tiene ya un par de proyectos bastante avanzados en torno al universo de Mad Max, el Páramo, especialmente Furiosa, precuela sobre el personaje que interpretaba Charlize Theron, ahora ha sorprendido al público con una película aparentemente pequeña, pero que aborda de raíz el interesante tema de la narración de historias. Se trata de Tres mil años esperándote, un film con una lámpara y un genio (aunque en esta ocasión se prefiere la transliteración djinn)
Tres mil años esperándote es, en realidad, una auténtica lección de narratología, ambientada entre Estambul y Londres, aunque las historias que cuenta el djinn ocurren, en general, en el mundo árabe (muy sugerente y, al mismo tiempo, cinéfila resulta la de Salomón y la reina de Saba). Basada en un relato corto de A. S. Byatt, cuenta la historia de una narratóloga, Alithea (Tilda Swinton), que viaja a Estambul para participar en un congreso, y allí, en el Gran Bazar, compra un frasco que alberga dentro a un djinn (Idris Elba), que le cuenta su propia historia y le ofrece la posibilidad de pedir tres deseos, ya que así podría obtener su propia libertad. Tres mil años esperándote es, claro, una película sobre el arte de contar historias, que ofrece, por un lado, la tradición oral representada por el genio, y, por otro, el análisis narratológico practicado por una doctora en literatura. El djinn pertenece al mundo del mito, pero la experta en literatura se mueve en el mundo del logos, el de la razón como principio racional de todo.
Al final, lo que encontramos es un duelo entre dos personajes muy interesantes, interpretados, además, por dos grandísimos actores a los que no resulta tan fácil ver en papeles protagonistas. Idris Elba tiene una presencia física imponente; Tilda Swinton compone un personaje con más aristas y secretos que el propio djinn. En definitiva, este relato de relatos, este cuento de cuentos, como el Decamerón, Las mil y una noches o Los cuentos de Canterbury, encierra a sus protagonistas en un lugar concreto (hortus conclusus), en este caso, una habitación de hotel, y es la propia narración la que nos va llevando de un lugar a otro, de un siglo a otro, de un relato a otro…
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