Esa mañana llegué a mi casa abatida, triste sin remedio. De repente un olor conocido atacó mi olfato, trate de recordar pero mi mente no lo asociaba del todo.
Me acerqué a la cocina cabizbaja, algo extraño rondaba en el aire, un movimiento inusual de la cortina, ese aire frío que recorrió el espacio vacío, remolineando hasta acariciar mi antebrazo, llenándome de escalofríos inexplicables.
El olor se acentuaba -una fragancia amaderada- me llené de nostalgia y sin mediar palabras, empecé a llorar, mientras preparaba la cena, una angustia acompañaba el tiempo que avanzaba lento.
Una vez más la cortina se levantó de forma inusual y sin que nadie la accionara la licuadora se encendió, me acerqué consternada y pese a tan extraño suceso no tuve miedo, había algo conocido en todo lo que ocurría, escondido en mis pensamientos pero que no terminaba de asociar.
Caminé hasta la ventana para cerrar aquellos vientos helados, desconecté la licuadora y terminé la cena. Despacio fui hasta la sala y me instalé frente a la televisión cuando la encendí la señal estaba distorsionada, estuve intentando sintonizar con el mando a distancia, cuando de nuevo una brisa se coló en la sala tumbando el portar retratos que guardaba la foto de mi padre recién fallecido.
Cuando me dispuse a levantar la fotografía en la mesa, el olor amaderado volvió a mi mente, corrí a la alcoba de mi padre y en efecto el olor concordaba con el olor de su colonia, regresé rápidamente a la sala, cuál sería mi sorpresa que en medio de la distorsión televisiva pude ver por unos instantes la figura de mi padre, vino a despedirse en este domingo cuando se celebra su día.