
"Sabemos que lo nuestro es imposible. Lo sabíamos desde un principio. Eso no significa que no sea cierto. Lo es. Es imposible. Quiero saber que estás vivo en alguna parte, que de vez en cuando piensas en mi. Quiero saber que hay algo más en esta vida..."
Tristán e Isolda.
“El hombre dice: mi ángel; la mujer suspira: mamá, mamá, y estos dos imbéciles están persuadidos de que piensan lo mismo” Baudelaire.
Basta la menor prueba física o moral para sumergir en su soledad esencial a los enamorados qué solo están unidos por la carne o por el sueño. Somos solo nosotros… Esta máscara que cubre el “soy solo yo” no tarda en rasgarse, colocando al desnudo el egoísmo que disimula.

Llegados a este punto, y habiendo oteado el panorama, vale la pena recordar que el pesimismo, aunque se trate de un diagnostico necesario, no es el remedio: “es más importante reconstruir que llorar sobre las ruinas”. Si bien no es razonable adorar el pasado como tal, es bueno y necesario buscar en la experiencia del pretérito, aquellas condiciones que corresponden a las necesidades inmutables de la naturaleza humana y fuera de las cuales se disuelven las personas y las sociedades. Se trata de hacer un esfuerzo por expurgar de nuestra civilización moderna aquellos elementos nocivos que, al tratarse del amor humano, amenazan la esencia misma de la humanidad. Depende de nosotros que la fiebre que atormenta al mundo moderno sea el indicio de una crisis de crecimiento y no el síntoma de una agonía.
En primer lugar, es necesaria una profunda adhesión a los orígenes y fines biológicos del amor. Si no es escuchada ―y seguida― la llamada de la especie, se degradan al mismo tiempo el alma y el cuerpo. El hijo, fruto de amor tan exterior a los dos seres que lo han creado, rompe los exclusivismos de la pareja: sustituye la adoración reciproca que esclaviza por un fin común liberador.

Por otra parte, para el ejercicio de un amor saludable, ha de procurarse un modo de vida social “estable y más aireado”. Thibon hace ver que “un hecho de experiencia corriente es que la vida de la pareja es más sana y más duradera en los medios en los que los hombres están protegidos contra la dispersión y el anonimato por una red orgánica de tradiciones familiares, locales y profesionales. El hecho de estar arraigado y de pertenecer a una célula social viva, en que los individuos empujados por un mismo destino guardan entre sí un contacto estrecho y permanente, contribuye eficazmente a estrechar y a prolongar los lazos del amor. No se trata de inmolar las personas a las instituciones, sino de poner las instituciones al servicio de las personas”.
Por último, el ser consciente del sentido religioso propio del amor matrimonial es quizás la mejor manera de comprobar que el amar a alguien es menos contemplarse y saborearse el uno al otro que entregarse ambos a las mismas realidades que comprenden y rebasan el valor ontológico de la pareja considerada en sí misma.
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