Nacía un atardecer cuando el destello abrasó el aire. Cinco años han pasado desde entonces. Yo estaba… El trauma me impide escarbar profundo en los recuerdos, pero creo que estaba en un rincón de la... O quizás de compras en… No sé.
Ese hedor inorgánico fue lo primero. Algo hizo vibrar el suelo. Y luego el estruendo y la muerte instantánea a mi alrededor. Sentí un cuchillazo cósmico en el alma. Era como si un aluvión, invisible y ardiente, se propagara consumiendo todo lo que mis ojos veían. Se transformaba en polvo lo existente.
Cinco años, creo, y aún no se despega de mí la agonía. Padres, hijos, hermanos, amigos, ya no están. Ahora vagamos en esta nomenclatura de incertidumbre, acostumbrados al dolor sembrado en los rostros, a los daños de infinita diversidad, sumergidos en un presente que no debía ser el nuestro.
Los menos caminamos. Son muchos más los que se arrastran. Y los que no se mueven constituyen la mayoría. Casi imposible es respirar el aire que gruñe envenenado, cargado de arena, ceniza y llanto. Tal vez el mundo entero se ha reconvertido en este páramo de radiación. Puede expirar pronto quien está a mi lado. O puede que sucumba yo primero. Quizás morir aquí sea un alivio. Nada sabemos.
Y aunque a la nitidez se niega, y mi cerebro pugna por encontrar una partícula de su esencia, el recuerdo es lo único que me proporciona escapes transitorios. Trato de recordar. Imágenes borrosas, inconexas, flotan en el aire oscuro. Cada hebra de cuando el mundo era el mundo es trascendente en este abismo.
Pero, agotados en la tentativa, mis ojos rebotan a este paisaje inerte, a este reducto de imposibilidades, donde cuesta creer que hace cinco años los colores existían y los árboles y las sonrisas y la gente… Por Dios... había tanta gente…