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¿Y si tu fortaleza no es más que miedo petrificado?
Leía el otro día a un amigo @emiliorios, un hombre de mente aguda y corazón noble, reflexionar sobre la vulnerabilidad. Escribía, con una honestidad que le honra, sobre su propia fragilidad frente a la tecnología, ese universo digital que para muchos de nosotros es ya una segunda piel. Confesaba que el miedo a mostrar su desconocimiento, a parecer torpe en la distancia de una pantalla, le había levantado un muro, impidiéndole pedir la ayuda que necesitaba. “Aceptar la vulnerabilidad es un acto inteligente”, concluía, y para reforzar su punto, lanzaba una verdad universal: “¡hasta Superman es vulnerable!”. Y es cierto, incluso el hombre de acero tiene su kriptonita.

leonardo.ai
Pero mientras sus palabras resonaban en mí, una inquietud comenzó a tomar forma, una sutil disonancia. Me pregunté si no estábamos confundiendo los mapas con el territorio. Si no estábamos llamando vulnerabilidad a lo que en realidad son nuestras capacidades limitadas, nuestras áreas de ignorancia, que son tan naturales y humanas como el respirar. No saber de finanzas, de mecánica o de cómo programar un dispositivo no nos hace vulnerables en esencia; nos hace, simplemente, humanos no omniscientes. La vulnerabilidad, a mi entender, es algo más profundo, más intrínseco. Es la condición misma de nuestra existencia. Somos literalmente de vidrio, un vidrio que a veces es grueso y opaco, otras veces fino y transparente, pero siempre susceptible a quebrarse.
La verdadera vulnerabilidad no es “no saber”, sino la posibilidad inherente de ser herido. El amigo que menciono no era vulnerable por su desconocimiento tecnológico, sino por el miedo al juicio y al rechazo que le impedía pedir ayuda. Ahí radica la grieta original: en nuestra necesidad de conexión, en nuestro pánico a la soledad, en el terror a que nuestra fragilidad, una vez expuesta, sea utilizada en nuestra contra. Somos vulnerables porque amamos y podemos no ser correspondidos. Somos vulnerables porque confiamos y podemos ser traicionados. Somos vulnerables porque tenemos un cuerpo que envejece, enferma y un día, inevitablemente, dejará de ser. Esa es la kriptonita de toda la humanidad.
Como sociedad, hemos dedicado milenios a construir corazas contra esta condición. Creamos sistemas de salud para aplazar lo inevitable, ejércitos para defendernos de la violencia física, leyes para protegernos de la injusticia. Levantamos murallas de cemento y de burocracia para sentirnos seguros, para darle al vidrio de nuestra existencia una capa protectora, un blindaje contra los golpes del azar. Y en muchos aspectos, ha sido un éxito parcial. Ya no estamos tan expuestos a las inclemencias de la naturaleza como nuestros antepasados, ni a la arbitrariedad de un señor feudal. Hemos acorazado nuestra fragilidad física y, en teoría, nuestra fragilidad civil.
Sin embargo, aquí yace la gran paradoja de nuestro tiempo. Mientras blindábamos unas áreas, hemos creado nuevas grietas, quizás más profundas y dolorosas, en otras. Las mismas estructuras diseñadas para protegernos se han convertido, a menudo, en las herramientas más eficaces para explotar nuestra vulnerabilidad. El poder, en todas sus formas, ha aprendido a encontrar las fisuras del vidrio ajeno. El poder político, que debería ser el garante de la seguridad ciudadana, se convierte en una amenaza cuando utiliza el miedo para controlar, cuando silencia la disidencia y nos hace vulnerables a su capricho. El poder judicial, que debería ser el escudo del indefenso, se transforma en un arma letal en manos del pudiente, dejando al ciudadano común expuesto y desamparado ante la injusticia.
¿Y qué decir del poder económico? Ha tejido una red global donde nuestra necesidad de sustento nos hace vulnerables a la explotación, a salarios que no dignifican, a la angustia de un futuro incierto. Nos vende la idea de que el éxito es una armadura infalible, cuando en realidad, la presión por alcanzarlo nos deja emocionalmente rotos. Incluso el poder religioso, nacido para dar consuelo al alma frágil, ha sido y es con demasiada frecuencia un instrumento de control, que usa la culpa y el dogma para someter conciencias, haciendo a los creyentes vulnerables a la manipulación espiritual. La filósofa estadounidense Martha C. Nussbaum, en su monumental obra La fragilidad del bien, ya nos advertía que la vida humana buena es inherentemente frágil, pues depende de condiciones que no controlamos. Nos recuerda que "la peculiar belleza de la excelencia humana reside en su vulnerabilidad". Pero, ¿qué sucede cuando esa vulnerabilidad no es solo una condición existencial, sino un recurso explotado sistemáticamente por otros?
Nos hemos vuelto expertos en disimular. Nos ponemos la coraza del cinismo para que no nos hiera el desengaño. Adoptamos la máscara de la indiferencia para que no nos afecte el dolor ajeno. Nos mostramos autosuficientes y fuertes, como pequeños superhombres y supermujeres sin kriptonita a la vista, mientras por dentro el vidrio está lleno de microfisuras que amenazan con venirse abajo al menor temblor.
Y así, me pregunto: ¿de qué nos sirve una armadura si dentro de ella estamos solos y aterrados? ¿Cuánto de lo que llamamos fortaleza no es más que miedo petrificado? Si aceptar nuestra vulnerabilidad es, en efecto, un acto inteligente, ¿no sería el siguiente paso, el verdaderamente revolucionario, el construir un mundo donde mostrar esa fragilidad no sea un riesgo, sino una invitación a la empatía? ¿Qué pasaría si, en lugar de admirar las corazas, empezáramos a valorar la belleza del vidrio, con todas sus posibles grietas? ¿Cuál es el precio que estamos pagando, tú y yo, por fingir que no podemos rompernos?
Creciendo como persona, busca y encuentra lo que necesitas para ser un mejor humano en la Comunidad Holos&Lotus. De seguro, hay un tema que te llamará la atención.

Infografía propia de la Comunidad Holos&Lotus
Dedicado a todos aquellos que contribuyen, día a día, a hacer de nuestro planeta, un mundo mejor.


What if your strength is just petrified fear?
I was reading the other day a friend @emiliorios, a sharp-minded man with a noble heart, reflect on vulnerability. He wrote, with an honesty that honors him, about his own fragility in the face of technology, that digital universe that for many of us is already a second skin. He confessed that the fear of showing his ignorance, of appearing clumsy across a screen, had built a wall around him, preventing him from asking for the help he needed. "Accepting vulnerability is an intelligent act," he concluded, and to reinforce his point, he launched a universal truth: "even Superman is vulnerable!" And it's true, even the man of steel has his kryptonite.

leonardo.ai
But as his words resonated within me, a concern began to take shape, a subtle dissonance. I wondered if we weren't confusing the maps with the territory. If we weren't calling vulnerability what are actually our limited capacities, our areas of ignorance, which are as natural and human as breathing. Not knowing about finance, mechanics, or how to program a device doesn't make us essentially vulnerable; it simply makes us human, not omniscient. Vulnerability, as I understand it, is something deeper, more intrinsic. It is the very condition of our existence. We are literally made of glass, a glass that is sometimes thick and opaque, other times thin and transparent, but always susceptible to breaking.
True vulnerability is not "not knowing," but the inherent possibility of being hurt. The friend I mentioned wasn't vulnerable because of his technological ignorance, but because of the fear of judgment and rejection that prevented him from asking for help. There lies the original crack: in our need for connection, in our panic of solitude, in the terror that our fragility, once exposed, might be used against us. We are vulnerable because we love and may not be loved in return. We are vulnerable because we trust and can be betrayed. We are vulnerable because we have a body that ages, gets sick, and one day, inevitably, will cease to be. That is the kryptonite of all humanity.
As a society, we have dedicated millennia to building armor against this condition. We create healthcare systems to postpone the inevitable, armies to defend ourselves from physical violence, laws to protect us from injustice. We raise walls of concrete and bureaucracy to feel safe, to give the glass of our existence a protective layer, a shield against the blows of chance. And in many respects, it has been a partial success. We are no longer as exposed to the inclemency of nature as our ancestors, nor to the arbitrariness of a feudal lord. We have armored our physical fragility and, in theory, our civil fragility.
However, herein lies the great paradox of our time. While we armored some areas, we have created new cracks, perhaps deeper and more painful, in others. The very structures designed to protect us have often become the most effective tools for exploiting our vulnerability. Power, in all its forms, has learned to find the fissures in others' glass. Political power, which should be the guarantor of citizen security, becomes a threat when it uses fear to control, when it silences dissent and makes us vulnerable to its whim. Judicial power, which should be the shield of the defenseless, transforms into a lethal weapon in the hands of the powerful, leaving the common citizen exposed and helpless before injustice.
And what about economic power? It has woven a global web where our need for sustenance makes us vulnerable to exploitation, to undignified wages, to the anguish of an uncertain future. It sells us the idea that success is an infallible armor, when in reality, the pressure to achieve it leaves us emotionally broken. Even religious power, born to give solace to the fragile soul, has too often been and is an instrument of control, using guilt and dogma to subjugate consciences, making believers vulnerable to spiritual manipulation. The American philosopher Martha C. Nussbaum, in her monumental work The Fragility of Goodness, already warned us that a good human life is inherently fragile, as it depends on conditions we do not control. She reminds us that "the peculiar beauty of human excellence resides in its vulnerability." But what happens when that vulnerability is not just an existential condition, but a resource systematically exploited by others?
We have become experts at disguising ourselves. We put on the armor of cynicism so that disappointment doesn't hurt us. We adopt the mask of indifference so that others' pain doesn't affect us. We show ourselves to be self-sufficient and strong, like little supermen and superwomen with no kryptonite in sight, while inside the glass is full of micro-fissures that threaten to collapse at the slightest tremor.
And so, I wonder: what good is armor if we are alone and terrified within it? How much of what we call strength is nothing more than petrified fear? If accepting our vulnerability is, in fact, an intelligent act, wouldn't the next step, the truly revolutionary one, be to build a world where showing that fragility is not a risk, but an invitation to empathy? What if, instead of admiring armor, we started to value the beauty of glass, with all its possible cracks? What price are you and I paying for pretending we can't break?
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