Me costó adaptarme a esos climas tan duros, bueno, en realidad no sentí que me adapté, sino que comencé ponerme capas, las fui añadiendo al punto que ya no era aquella niña que le sonreía a todos. Pese a mi timidez, no tenía problemas para ser amigos, pero algo si estaba claro, yo los elegía solo si notaba que tenían cosas en común conmigo. De verdad ya no era la misma, hasta mi rostro cambió, me veía muy seria para el exterior y comencé a enviar mensajes equivocados, dada mi rigidez facial, eran demasiadas las capas que me estaban pesando. También comencé a dar respuestas desagradables, es decir, malas respuestas.

Indudablemente, me había endurecido y pensaba que el mundo que me rodeaba tenía mucho que ver con esto. Me había cansado de andar desnuda mientras las palabras de los otros laceraban mi piel, pero sobre todo el alma. Me cansé de todo eso y me cubrí con tantas capas que me fui al otro extremo. Se me hacía difícil confiar, relacionarme con los demás, y por ende, me costaba hacer amigos. Los extremos siempre son malos y definitivamente, los acompañan las malas experiencias. Antes de ponerme mi armadura, recuerdo quedarme inmóvil ante las miradas, gestos y palabras maliciosas de los otros.

La vida me fue enseñando, las capas son necesarias, pero no se usan siempre, además, la cantidad de ellas dependerá de los embates del clima, que tan adverso éste pueda ser. Hoy siento que no me escondo, disfruto de la primavera y me cubro si hace frío. Hay personas con quién me siento libre como el viento y las capas no me hacen falta, eso lo valoro mucho. Hay climas de climas, donde las miradas lo dicen todo y ni hablar de lo que puedan reproducir en palabras. En mi campo laboral no puede faltar abrigo, siento como si estuviera en medio de un campo minando, dónde con cualquier movimiento algo puede estallar, mejor hay que estar protegidos.