A veces, en el ajetreo de la vida, pasamos por alto esos pequeños instantes que, sin embargo, dejan una huella imborrable en quienes nos rodean. Así era mi papá: un soplo de alegría, una sonrisa constante que nos impulsaba a buscarlo, a rodearlo, a disfrutar de su presencia. Aunque era un hombre de "su tiempo"—con sus creencias firmes, sus supersticiones y sus ocurrencias peculiares—, tenía un don especial para conectar con las personas desde el primer momento. Su carisma era tan grande que, en cuestión de minutos, lograba ganarse el cariño de cualquiera.
Era incansable, como un robot que jamás se agotaba. Trabajador infatigable, enfrentaba cada día con energía y determinación, pero sin perder nunca su carácter jovial. Las visitas familiares se convertían en fiestas improvisadas gracias a él: chistes, cuentos, bailes y risas llenaban el ambiente, siempre con ese equilibrio perfecto entre diversión y respeto. Lo más admirable era cómo encontraba felicidad en las cosas más simples. Un gesto de cariño, una comida compartida, una tarde de conversación—todo era motivo para sonreír. A pesar de su humildad, su amor por la familia era inmenso, un amor que se manifestaba en detalles cotidianos pero profundamente significativos.
Recuerdo con especial nostalgia aquellos tiempos en que, siendo yo aún una niña, mi madre y lo esperábamos ansiosas durante meses mientras él trabajaba lejos. Su regreso a casa era un acontecimiento que despertaba emoción no solo en nosotras, sino en todo el vecindario. No importaba la hora: su llegada siempre generaba alboroto. Traía consigo un repertorio interminable de historias, anécdotas de aventuras que parecían sacadas de un libro de fantasía. Para mí, era un superhéroe, un hombre capaz de transformar los recursos más modestos en juegos emocionantes, en experiencias mágicas. En aquel entonces, no entendía del todo lo que significaba su esfuerzo, pero ahora lo valoro más que nunca.
Sus relatos eran legendarios. Nos advertía, por ejemplo, que no barriéramos la casa por la noche, pues las brujas acudían al llamado de las escobas y se sentaban en nuestro techo. O la historia de "la niña de Placetas", una valiente mujer que, durante la lucha contra bandidos, tuvo que ahogar a su propio hijo recién nacido para evitar ser descubierta en su escondite dentro de una cueva. También hablaba de luces misteriosas que surgían del suelo como destellos en la loma, o de aquella vez en que casi fue abducido por una nave espacial. Sus cuentos mezclaban la tradición oral cubana con su imaginación desbordante, creando un universo fascinante que alimentaba nuestra curiosidad.
Olvidé mencionar que era un verdadero trotamundos. Conocía cada rincón de Cuba como la palma de su mano, desde el Cabo de San Antonio hasta la Punta de Maisí. Sus viajes no solo le dieron experiencias increíbles, sino que también enriquecieron esas historias que tanto nos encantaban.
Hoy, dos años después de su partida, el dolor sigue siendo infinito. Su ausencia es una herida que no cicatriza, un vacío que se hace más profundo con cada día que pasa. Su muerte fue inesperada, un golpe brutal que dividió nuestra historia familiar en un antes y un después. Las grietas que dejó en nuestras almas son irreparables. Sin embargo, en medio del dolor, también hay gratitud. Porque tener a alguien como él en nuestras vidas fue un regalo único. Era de esas personas que, con solo llegar, se convertían en el centro del universo, recordándonos que "al mal tiempo hay que ponerle buena cara".
Sus bromas, sus ocurrencias, su manera de ver la vida quedaron tatuadas en nosotros. Aún hoy, cuando lo recordamos, sus enseñanzas y su alegría se reflejan en nuestras sonrisas. Mi padre fue un hombre de su tiempo, sí, pero también un hombre necesario en el nuestro. Un hombre cuya esencia perdura más allá de la distancia y el tiempo.
La foto que acompaña este texto fue tomada cinco meses antes de su fallecimiento, a los 72 años. En ella, su mirada sigue transmitiendo esa fuerza y esa calidez que tanto lo definieron. Y aunque ya no está aquí físicamente, su legado vive en cada uno de nosotros, en cada historia que contamos, en cada risa que compartimos en su memoria.
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Esta es mi participación en el Segundo llamado del Concurso "Crónica de un legado: Mi padre”. Agradezco la amable invitación, ¡saludos!