Debajo de un árbol, entre los encantados valles de una nación recóndita, me hallaba yo descifrando el códice de una gran hoja espartana. Sus líneas y trazos relucían en mi cabeza, reproduciendo imágenes de guerra y seducción. El conocimiento se convirtió en tranquilidad, y el silencio se transformó en el heraldo que transmitía tales secretos.

El maestro caminaba por el patio de su choza, intranquilo. Arrastraba sus harapos viejos y estropeados por el suelo floreado de su patio. Pensaba demasiado, como en aquella lección que aprendí. En tres espacios espetó palabras que no comprendí, y que eran indecibles para mi vocabulario de aprendiz.

La numerología de sus enseñanzas me trasladó a un escenario de posibilidades inconclusas. Términos inacabables, secuencias inexactas, colores imperceptibles. Había entrado sin querer en la mente del maestro sin comprender la amplitud de su universo.

Caí rendido en un impulso sobre el suelo verde y pastoso. Mi meditación se convirtió en un sueño pues mi forma astral no volvía. Me convertí en una esencia que traspasa lo metafísico y transciende involuntariamente hacia otras dimensiones.

Vi cosas que le quitarían el sueño a un temerario, y destrozarían por completo la mente de un cobarde. Ojos repugnantes y ciclópeos, amarillos en su esclerótica despidiendo fuego de su pupila. Caminos vertiginosos que se dividían en forma y textura. Voces que de la nada proferían lenguajes extraños e inentendibles. Figuras amorfas que se presentaban entre escalones borrosos y perversos.

Con el miedo latente en mi pecho continué, pero mis pasos eran inciertos. Los destellos de alguna roca brillante y colosal trataban de impedir mi avance, pero mis pies se asemejaban a los de una carreta; imparables y rápidos, hasta donde pude llegar.

Después todo se oscureció, y del abismo provinieron gruñidos de criaturas desconocidas. Llantos, berreos, chillidos, todos causaban un miedo desgarrador en mi corazón. Después, todo se materializó, la oscuridad terminó y ante mí se encontraban monstruos colosales y deformes. Eran horribles, retorcidos, hambrientos y repugnantes. Babeaban, y ese espeso liquido se escurría de sus enormes y filosos dientes.

Me quedé inerte del espanto observando sus crueles y furiosos ojos. Y en un instante de mi desesperación, pensé que sería tragado por ellos, pero un brazo de la nada me sujetó y me jaló con el hacia atrás.

Fue ahí que desperté y lo primero que vi fue el rostro del maestro. Sin palabras me reprendió, por dejarme llevar y arrastrar por los abisales. Todo lo que vi provino de la mente del maestro, y en un instante cavilando comprendí que, todo aquello pronto iba a suceder.