
Carlos veía su programa deportivo favorito cuando de pronto el televisor se apaga y al mismo tiempo todo lo que funcionaba con energía eléctrica. Lo único que se mantenía encendido, aunque con poca carga, era su teléfono inteligente.
—¡Miriam, desconecta los aparatos de la sala! —le grita a su esposa desde el cuarto, mientras desenchufaba el televisor y la computadora. Salió del cuarto en dirección a la cocina con la intención de desconectar los artefactos que allí estaban, cuando sin esperarlo, choca con alguien en el pasillo.
—¡Papá! Me pisaste —.
Era su hija. La oscuridad causó ese choque que lo dejó con un codazo en el hígado causándole un agudo dolor, del que no se quejó para no seguir atizando el malestar que ya tenía por el apagón. Pero, entre otras cosas, también se abstuvo de expresar su dolor, porque ese choque le permitió sentir el calor de la piel de su hija, algo que, le hizo pensar, tenía tiempo sin sentir. En segundos concluyó que no recordaba cuando había sido la última vez que le había dado un abrazo a Ligia, su morena y casi quinceañera hija.
Mientras meditaba en el pasillo, Luis, su hijo menor, quien traía una linterna, pasó rozando el pantalón de Carlos quien sintió sus rizados cabellos con su codo izquierdo, el mismo de la mano que sobaba su costado derecho.
—¿Dónde es que guardan las velas? Yo ayudo a ponerlas —dijo mientras se colocaba en el centro de la cocina viendo acuciosamente hacia todos lados. Su mamá, que estaba en el patio, le respondió:
—En la segunda gaveta del estante, hijo. Allí debe haber cuatro velas. Enciende dos nada más. ¡Cuidado te quemas!—
—Sí, mamá —, respondió Luis, con un dejo de fastidio.
Carlos, sentado en una de las sillas del comedor de la cocina pasaba el dolor que le dejó el codazo de Ligia a la vez que meditaba un poco. Sin embargo nota que su hijo se acerca alumbrando con la linterna y las velas en su mano derecha. Carlos extendió la suya para tomar la linterna y Luis, luego de poner las velas en un recipiente, encendió un fósforo para prenderlas.
Carlos apagó la linterna. Las dos velas iluminan el ambiente, pero sobre todo iluminan el rostro de su hijo. Observó sus ojos, su mirada inocente, esa que aún mantiene un niño de diez años, pero a la vez notaba la fuerza e independencia que irradiaba de ella, esa misma independencia que le motivaba a tener iniciativa y ser tan colaborador. Detalló su nariz, sus labios y el lunar que tenía cerca de ellos. Su cabello castaño, largo y algo despeinado en ese momento. Tenía tiempo sin abrazar a su hija, y tiempo sin mirar a su hijo.
(Continúa)...
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