
Carlos se quedó conversando un rato más con sus hijos. Jugaron a las adivinanzas, contaron chistes y recordaron anécdotas de la familia. A la hora de haber cenado, da la orden de irse a dormir. Luego de besar y abrazar fuertemente a sus hijos y agradecerle a la vida ese momento especial, se dirige a su habitación, justo después de cerciorarse de que las puertas estaban bien cerradas. Luis y Ligia se encargaron de los interruptores de la sala, cocina y de sus respectivos dormitorios.
Al entrar al cuarto con la linterna, Carlos ve a su esposa acostada. «Realmente estaba exhausta», piensa, al notar que estaba profundamente dormida. Procede a cambiarse de ropa para prepararse a dormir. Va al baño, se cepilla los dientes, lava bien su cara con jabón y al estar de nuevo en la habitación se acuesta en la cama.
Travieso e inquieto como era, intenta acomodarse en el pecho de Miriam, quien, para su sorpresa casi ni se movió. Sabiendo lo que pasaría, pero sin imaginar lo que sentiría, allí recostado escuchó los latidos del corazón de su mujer: fue algo mágico, sublime. La sintió tan cerca, tan dentro de él, como si cada pulsación del corazón de su esposa se uniera al suyo como un dúo de golpes de energía.
Tanto silencio le había permitido oír a sus hijos y ahora el corazón de Miriam y, paradójicamente, tanta oscuridad le estaba permitiendo ver cosas que tenía tiempo sin notar. Saboreó ese momento y esforzándose para que la lágrima que brotaba de su ojo derecho no aterrizara en la piel de su esposa, se acercó a la mejilla de su durmiente compañera de vida y le besó. Esta vez Miriam sí se movió un poco, hizo un gesto risueño y siguió durmiendo.
Carlos sonrió también, y allí, en el silencio casi absoluto que le rodeaba, empezó a escuchar a su propio corazón. ¡Cuánto no le dijo esa noche! Y él, atentamente, oyó cada mensaje. Escuchó todo lo que él siempre le había querido decir, pero que por el ajetreo de su vida, no había podido y, quizá tampoco, querido escuchar. Fue durmiéndose sin dificultad, aunque antes de dormirse totalmente, tuvo la intuición de apagar la luz de la habitación. Sin embargo recordó que no había electricidad. La luz parecía emanar de algún otro lado, y no precisamente del exterior.
6:00 a.m. La alarma del teléfono no sonó, pero no fue necesario. Su cuerpo, acostumbrado ya a despertar a esa hora, reaccionó y lo primero que escuchó fue algo que tenía tiempo sin oír: pájaros. Un concierto en vivo de multitud y variedad de aves que parecían cantar exclusivamente para él. Se lo gozó como nunca.
El servicio eléctrico aún no se restablecía, la falla al parecer era considerable. El apagón pintaba para rato. No sabía cuándo podría tener electricidad, y a pesar de que le hacía falta por su trabajo y demás cosas necesarias, este percance le estaba dejando una lección positiva. Le estaba enseñando el valor de compartir con su familia, de disfrutar de las pequeñas cosas, de vivir la vida de manera más intensa y detallada.
Y es que el apagón le había desconectado el televisor, el teléfono y la luz de las lámparas. Le apagó el aire acondicionado y el ventilador. Pero encendió sus oídos, mente y corazón.
Esa mañana, luego de una noche en completa penumbra, el sol brillaba y alumbraba el exterior, pero algo dentro de Carlos se iluminaba con mucha más intensidad. El apagón había encendido su luz. Su luz interior. La luz de una nueva vida más plena, consciente y feliz.
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